Estamos teniendo un verano por entregas, generoso unos días, pero otoñal los más. Hoy toca sol, y tal vez mañana también, pero tres días seguidos con la sensación de que hagamos lo que hagamos acabaremos bronceados y hartos de sol como otros años, esos no los hemos tenido. Así que en cualquier momento lloverá. No me molesta el mal tiempo, nací en noviembre y es casi lo primero que experimenté al catar este mundo en pleno postfranquismo matritense. Pero Raquel es heliofílica y de campo: siempre parece estar exactamente donde quiere estar. Hoy, por ejemplo, no le he visto el pelo hasta que ha sonado la campana del portón, seguida, como siempre, de los desesperados ladridos del perro Cato.
Tío Jesús ha traído un par de lechugas «bien sacudidas», unas patatas y ganas de conversación.
– ¿Y Juan Carlos?, le oigo preguntar.
– El género dentro, dice Raquel con un deje más zarzuelero que castizo. -Por el calor.
– ¡Ya bajo!, les grito desde la ventana, provocando de nuevo la desesperación del perro.
Raquel huele a luz. El tío Jesús nos cuenta su programa de fiestas. Tiene compromisos hasta bien entrado septiembre. Por estos pagos, llegado agosto, las fiestas se suceden de modo que no hay día que no toque degustación de pulpo, empanada, vino, jamón, pimiento, pan, jato, trucha, manzana…
– Una fiesta sin comida es una cosa muy pobre…
– Y una comida de pobre, una cosa muy festejada, no te…
– Está deprimido, le explica Raquel a tío Jesús. -Tiene el ordenador en el taller.
– ¿Juan Carlos?, pregunta señalándome con el pulgar.
– Sí, tío Jesús, yo. Ahora me paso el día leyendo bajo el volido, o haciendo injertos fractales (una técnica de mi invención que consiste en injertar sobre el injerto un segundo, viniendo el primero a ser portado y portador, y aún un tercero sobre el segundo, que a su vez…, etc…) y enterrando ramitas acodadas en serie, para futuros bonsáis boscosos. Eso y escribiendo a mano, que es zaramallada propia de melancólicos, a más de deprimente en sí.
– ¿Más que leer?
– Por ahí. Como hablar con el perro.
– Pues toma litio, no seas tolo. O ve al Caribe a bañarte con los golfines.
– No, tío Jesús, yo no tomo nada que no se haya cocinado previamente. Y puestos a compartir baño prefiero las salutíferas y naturales lechugas, que quedan como nenúfares en la bañera, y dan sueño.
– Y luego saben más jugosas, y previenen la rayada de vientre, además. Pero tente de dormir más de lo que es prudente, porque el cuerpo se prieta a la cama, quedando mofoso, y no hay cómo enderezarlo deseguido. A nuestra edad, lo mejor para no apandiñar el cuerpo es dormir más de cinco horas y menos de nueve, que ya son muchas…
– ¿Queréis hacer el favor de dejar de hablar así?, se ríe Raquel dejando que la toalla de baño resbale un poco hasta mostrar sus hombros.
– ¿Ansí cómo?, protestamos al unísono.
Damos cuenta de un cuarto de sandia y de un dedal de aguardiente per cápita. Y hablamos de la vendimia, que este año se va a retrasar mucho. «Debería hacer bueno de aquí a finales», dice tío Jesús, «y ni aún así». También hablamos de los terremotos. Del de aquí y del mucho más horrible en Perú, y de que hace un mes que se celebró «el día del salto«, una de esas imbecilidades de las que no te enteras si tienes el ordenador estropeado. Esta consistía en conseguir que 600 millones de seres humanos saltasen al mismo tiempo para modificar la órbita terrestre.
– A lo mejor han sido ellos…
– Lo mismo. O las luces de San Lorenzo. A la desgracia le importa poco quién invite, mientras paguen los pobres.
– …
– …
– ¿Sabías que las estrellas fugaces no arden todas, que los trocitos más pequeños de polvo llegan intactos hasta el suelo?, digo para llenar el vacío que acaba de dejar algún ángel.
– 300 toneladas al año de cerullo de cometa he oído decir, susurra pensativo tío Jesús. – Y eso sólo las de San Lorenzo.
– 300 toneladas ¡de aminoácidos y azúcares!
– ¡Aminoácidos y azúcares extraterrestres!, susurra con voz temblorosa mirando al cielo (en el que las estrellas empiezan ya a tomar posiciones) con gesto de abismada fascinación. – No somos nadie en el cosmos. Ni una patata se puede comer uno sin sentirse… no sé ¿invadido?
– Ya nadie es terrícola puro.
– Puedes jurarlo. Pero tú tranquilo, que las lechugas las he sacudido bien y puedes hacer de ellas lo que quieras con toda confianza. En fin, marcho a casa, que la parienta tendrá la cena a la mesa y con eso no vale pauto ni flauto.
No puedo evitar, viéndole pedalear con segura indiscreción en su vieja bicicleta, pensar que la vida, se pongan como se pongan los mesiánicos cuánticos, no está pensada para mamíferos. Otra cosa es que algunos, los mamíferos fenomenistas espontáneos, en absoluto idealistas, nos las apañemos más o menos bien frente al cúmulo de incertidumbres que nos envuelve y amilana.
– ¿Cenamos?, pregunta Raquel.
– ¿Qué hay?
– Eso, ¿qué hay?, repite Cato.
– Y yo por qué iba a saberlo, machistas míos?
– Yo no soy machista, Raquel…
– Yo sí, amita.
A lo lejos se escucha lo que podría ser un trueno, o una traca, o una nueva convocatoria de saltarines apocalípticos. «Un machista», continúo haciendo caso omiso del enésimo intento del perro de saltarse su dieta, «es el que cree que el átomo no es más que una ficción necesaria». Yo soy hilo-realista, además de autista a tiempo parcial y aspirante a materialista científico, aunque de corazón acratoide…
– ¡Pero tú has picado, perro tonto!
– Me visto un poco y cenamos. Tú ponle unas bolitas al de la cara de pena.