No deja de resultar curiosa la facilidad con la que los seres humanos, moldeados por millones de años de mudanzas más o menos esperanzadoras, más o menos violentas o trabajosas, más o menos necesarias, caprichosas o impuestas, nos acomodamos a la vida sedentaria. Se diría que, incapaces de una memoria no fijada en lugares concretos y permanentes, alzamos sobre la realidad de lo breve (sobre la brevedad de lo real) una ilusión de permanencia que, de inmediato (de la noche a la mañana, como quien dice) nos empujará a ejercer con arrojo, a defender hasta la última gota de nuestra sangre, lo que sin otro juicio que el sentenciado en la imaginación por un sueño febril y genealógico, consideramos un derecho sagrado a la tierra y sus bienes, y una invitación natural, instintiva, al expolio de su belleza y a la malversación de sus recursos.
Los objetos inanimados, o las plantas apenas sensitivas, o los esforzados animales no humanos se muestran menos indefensos a los estragos de esa enfermedad que tan vulnerables ha hecho a sus hermanos mayores. No es que ellos carezcan de facilidad para el arraigo, sino que ya sean grandes árboles incapaces de movimiento, ya ligeros vilanos al albur de la más mínima brisa o perezosas montañas indistinguibles de su vasto lecho, no experimentan y nunca experimentarán un amor tan grande, una dependencia tan ciega hacia el lugar que habitan, como para defenderlo por encima de su propia existencia, y nunca alcanzarán en estulticia a quienes, enloquecidos por algún edípico gusano cuya esperanza de vida, a buen seguro, no supera ni en una fracción de mil la de sus víctimas, ven en la territorialidad un valor superior al de la propia conciencia.
No es extraño descubrir los estragos de ese virus donde menos se espera. Por ejemplo, en los poetas que, manifestándose tradicionalistas, son, en realidad, regionalistas, o en esa minoría castellano y leonesa que, tras haber contribuido con la sangre de sus mayores a la construcción de un país que nadie les había solicitado, reclaman ahora su independencia como quien tras tirar la piedra esconde la mano. Defienden su pertenencia a una tierra exclusiva, no defienden la tierra, no hacen nada con ni por la tierra.
Pero no era intención de quien firma hablar de nacionalistas o de poetas, colectivos tan ávidos de coartadas como necesitados de atención, sino de quien firma: más preocupado a decir verdad por la frágil estructura y difícil progreso de sus oraciones subordinadas que por la coherencia de España.
Y es que quien firma, como cierto argentino cuyo nombre ha olvidado y que conoció siendo aquél camarero de algún esquivo bar de nombre y ubicación irrelevantes (y que ahora, cree recordar, se dedica a la enseñanza de la creación literaria), no acaba de estar seguro de a dónde vino. El camarero creía haber llegado a Europa, y se extrañaba naturalmente al oír a sus parroquianos decir «me voy a Europa» o «vengo de Europa» o «Europa esto» o «Europa lo otro», y quien firma estaba seguro de haber llegado a la provincia, que es decir «al lugar donde viven los vencidos» y se la encuentra tan llena de local orgullo, de superioridad heredada, de racionalismo europeo como cualquier otro sitio. Equivocadamente, quien firma imaginaba a la provincia respetuosa con la mudanza, sabedora de lo efímero de toda definición, sensible hacia lo pequeño y hasta las cachas romántica. Imaginaba quien firma una sana tierra de perdedores aplicándose al arte de vivir, tras haberlo apostado todo al número treinta y siete, en el lugar amado sin ser de parte alguna.
Pronto quien firma descubrió que esa provincia no era sino un paraíso mental que debería desmontar con paciencia y que a los hombres hay que quererlos o despreciarlos de uno en uno, y recordó la historia de Robería.
Robería, de nombre Ariel, iba para minero por la razón sencilla de que estaba condenado a serlo a falta de otro destino. Pertenecía a esa clase de hombres atrapados por un sistema que necesita ignorarlos y, desde muy pequeño, supo que las verdades básicas eran que ardería en el infierno gracias al gran amor que el buen Dios le profesaba y que el trabajo era una condena tan sucia que sólo debía practicarse por cuenta ajena.
Conoció a una mujer: menos santa que buena y mejor dispuesta que abnegada que, nacida en uno de esos países que ya no existen y a los que, por tanto, no puede recurrirse frente a la soledad verdadera, le miró a los ojos y le preguntó algo que nunca le habían preguntado:
— Pero tú, Robería, tú, Ariel Robería Pintor, tú ¿qué quieres ser?
— Yo vino.
— Piénsalo bien, hijo mío, reconvenía a Ariel doña Rebeca Pintor en ese tono al que sólo una madre tiene derecho.
— ¿Tú qué quién quieres ser?
Debió de ser que la sorpresa le volvió senequista, porque a hacer vino se aplicó desde aquel momento por lavar inquietudes, enjuagar almas con frutas y curar tristezas con soledades. Primero pidiendo favores y hasta despistando algún que otro racimo aquí y allá, y luego estudiando las artes químicas en libros que no era fácil conseguir, pero tampoco difícil. Con el tiempo abrió en Veintechotos una pequeña bodega. Y un día hizo el vino precioso.
La historia no es más explícita, nadie entre quienes la saben es capaz de aclarar, describir o aproximar la calidad del vino de Robería. Tan sólo que era precioso, saben decir, más precioso que cualquier otro vino que se hubiese visto en el Bierzo y hasta en España. La producción, trescientas botellas, se regaló en su mayor parte y la que se vendió se vendió tan barata como conviene al vino del año de un bodeguero novato y no bien casado. Pero lo que al que firma le importa es que la fama de Robería corrió como el fuego sobre los pinos, y lo que ocurrió después.
Las grandes bodegas se interesaron en su fórmula y enviaron a Veintechotos a sus más convincentes embajadores con la intención de comprarla; pero Robería no recordaba la fórmula, no había apuntado nada. ¿Cuánto de esta uva, y de la otra? No lo sabía. Sabía hacer, pues lo había hecho, un vino precioso entre los mejores, pero no sabía cómo; y menos sabía aún vender lo que no tenía.
Los representantes de las grandes bodegas se volvieron a sus flamantes posesiones, incluida esa que con malas artes intentó seducirlo sin quererlo de veras, con las manos vacías y Ariel, con buen criterio, decidió no intentar reproducir la fórmula que le había trocado, por unos pocos meses, de rústico diletante a famoso y solicitado experto. Hubiera caído en la obsesión y en la banalidad del autoengaño si no hubiese recordado que su producto no era el resultado de su deseo, sino sólo un ensayo en cuyo resultado bien pudo haber intervenido algún azar imposible de convocar, alguna rara conjunción de estrellas o alguna brisa tiznada por quién sabe que frutas, o la música que nunca dejaba de escuchar por la radio y que lo más precioso era haber cambiado de condición, y no haber puesto en jaque a los hacendados con un caldo que, volver, volvería. Continuó trabajando. Y quien firma ha probado alguna de sus añadas, y lo ha hecho con gran delicadeza, sabedor de que a veces lo mejor se oculta muy sutilmente tras lo modesto por huir de una excelencia que lo traiciona. Y Ariel Robería Pintor no ha dicho nunca que esté dispuesto a morir por sus uvas, o por la tierra en la que se crían, o por la caprichosa lluvia que las engorda o el roñoso sol que las endulza lo justo (jamás osaría tocar, torcer cualquiera de esas circunstancias tan ajenas como el granizo o los topos, o esas setas doradas cuya presencia se añora o se maldice dependiendo del año), ni por su vino siquiera, que hace pensar a fuerza de ser pensado que no es de dónde venga el deseo sino a dónde ha llegado lo que lo hace tan sólido. Robería no amaba la tierra, el vino, sino que era la tierra, el vino.
Suena lo último de Kurt Elling, The Gate, que es también un pensar y un saber hacer además de cercana y honesta música. No es hoy mucha la gente que entiende su trajín desde el amor que reclama, pero es suficiente. Ahora sólo falta que el que firma se quite alguna especie de cartel que atrae a quienes no deberían acercársele, a los otros. En eso está.