Trífidos

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Todo comienza porque una llamarada solar deja ciega a la práctica totalidad de los terrestres; circunstancia que los trífidos aprovechan para escaparse de la fábrica de yogures en la que trabajan en régimen de esclavitud y empezar a comerse al personal primero y al común después, sumando su irracional voracidad al ya irreparable caos producido por la súbita y generalizada ceguera. En realidad más que mirar la tele, Pangur y yo, dormitábamos con los ojos abiertos.

Un servidor comulga a diario con ruedas de molino mayores y se las ve con invasiones de peor pelaje; pero cuando ante el hecho consumado, en la ficción de marras, de que la población es ciega al gobierno no se le ocurre lo que se ocurriría a cualquiera, que es llamar a la ONCE en busca de profesionales capacitados para tan indeseable eventualidad, un servidor no puede evitar pensar en algo y en alguien.

Y es que un gobierno nunca llamará a la ONCE para hacer frente a la ceguera, sino a los cuatro idiotas que aún vean algo; que verán, antes de nada, la oportunidad que el destino les brinda. O díganme si ante la imparable crisis económica lo suyo no hubiese sido llamar a los pobres (y a ser posible a los del campo) y preguntarles cómo se las han apañado ellos durante siglos. Pues no, en vez de eso llegamos a un acuerdo con los trífidos.

– Con los banqueros, querrás decir. Y no era una fábrica de yogures…
– No sé cómo podéis estar viendo esa castaña.

A Raquel (que no cree en plantas capaces de vagar en plan tapeo antropófago y que vuelve de su pequeña siesta con fuerzas renovadas) no le parecen nada instructivas estas películas de serie Z que, sin embargo, tanto a Pangur como a un servidor les dan pie para reflexiones de gran calado, que son mano de santo para conciliar el sueño.

– Somos unos incomprendidos, dice Pangur estirándose contra el brazo del sofá.
– En marcha los dos. Hay platos que fregar.

Finalmente los platos han quedado relucientes y el fregadero totalmente recogido. Pero servidor se ha desvelado, así que ha vuelto a su lectura de La nave de los muertos, de B. Traven (ya les contaré) que no debió haber abandonado por otra película de amenazador futuro. Raquel lee la ¿última? de Peter Handke. Pangur duerme como un bendito y el silencio es casi total. Pienso en lo reconfortante de esta actividad de la lectura, tan rara ya, y de pronto me vienen a la cabeza los nombres de un par de profesores a los que bien podría culpar de una manía que, si no me ha amargado la vida, si ha contribuido desde la infancia a etiquetarme de sospechoso, raro e incluso aburrido en más lugares de los que vale la pena enumerar: uno era don Lino, cuyo aspecto de virrey de vara en mano respondía a su nombre casi insultantemente y que, más que disfrutar las letras, disfrutaba de Azorín. Bastaba con comenzar la redacción de turno con algún circunloquio elegantemente retórico («Yo no sé si en su casa de ustedes hay balcones, pero puedo asegurarles que la vista desde él mío…») para garantizar la buena nota. Don Carlos, el otro, era distinto. Don Carlos era un enamorado de la verdad desnudada por la ficción. Entendía el procedimiento, gustaba de su aplicación y sabía comunicar su mecánica. Podría decir que fueron importantes, pero creo que en realidad mi afición a la lectura nació el mismo día en que, para mi asombro, me levanté una mañana sabiendo leer. Nunca, jamás, he vuelto a sentir un asombro comparable.

A eso de las nueve salimos a Ponferrada, a tomar un vino donde Casilda. Hojeando el periódico me encuentro con una noticia que da cuenta de cierta iniciativa que bien podría hacer por la literatura lo que el colegio intenta con desigual fortuna desde que se inventó la guillotina: en León, los amigos poetas Ildefonso Rodríguez, Jorge Pascual Blanco, Luis Miguel Rabanal, Toño Morales, Silvia D. Chica, Aldo F. Sanz, Juan Pajares, Víctor M. Díez, Xen Rabanal, Vicente Muñoz, Eloísa Otero y Felipe Zapico, han organizado una procesión para recorrer los bares de la ciudad a modo de homenaje a sus mesas de trabajo y como canto a la libertad del oficio.

Alguno podría confundirse y creer que la idea no es más que un pretexto para darse a la juerga, pero de eso nada. La procesión está perfectamente organizada y pautada al segundo: de tal a tal hora en tal bar, luego en tal otro hasta tal hora y así de las 22.00 a las 00.15. Me imagino a la comitiva callejeando decidida, disciplinada y despierta bajo las murmuradas envidias tras los balcones, o charlando relajadamente en alguno de los garitos privilegiados con los parroquianos más viejos, que lamentarán no haber dedicado mayor esfuerzo a los libros, como con los más jóvenes que se dirán sin duda para sus adentros: «si esto es ser escritor, quiero ser escritor». Concluyo que fomentar la lectura no se precisa de más presupuesto que el se gasta en cualquier salida nocturna, y que no sólo en el colegio hay maestros, no señor.

En la barra, donde Casilda, me encontré a uno de Berkeley, por cierto de los no buenos, de los que ni entusiasmo ni saber entregan, sino que roban espacio al tiempo y se empeñan en contarle cosas como que la realidad no es real precisamente a un servidor, que ya ha advertido de sobra que lo que ve desde su balcón, por suerte, atraviesa los ojos sin dolor de objeto sólido (a lo sumo con roce de poesía imperfecta). Por si acaso era un trífido me entregué a las vibraciones cuánticas Pingus 2006 que, aunque del todo irreales como los ajitos en vinagre, pronto desdibujaron al mencionado y, dándole el aspecto de una difusa nube gnoseológica y la razón como a los locos, transcribieron su monólogo a una especie de descartado arrullo que terminó alejándose hasta entrar en el solipsismo de caballeros, del que ya no le vi salir.

Entonces nos presentaron a Rober, pero esa es otra película.

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