Cuando uno gobierna un país en el que actúa un grupo terrorista, puede negarse a una negociación que no esté precedida de una entrega de armas (simbólica, matizada y en forma de simple, pero clara y fiable, «declaración de tregua», si se quiere). Lo que no puede hacer es cortar toda vía de comunicación y plantear su estrategia en términos de «diálogo cero». Basta con desempolvar un poco la psicología de la historia para comprender que una capitulación sin condiciones es algo que no todo el mundo está dispuesto a firmar (aunque se sepa abocado a ello) sin el permiso expreso de su propia gente.
«Normalizar» (adviertánse las comillas, por favor) una vía de comunicación era necesario. Hasta ahí todo bien. A partir de ahí todo ha sido más bien disparatado, e incluso peligroso de cara a la salud de una sociedad que (sobre todo desde el 11M, digámoslo sin miedo) ha renovado con fuerza un compromiso de sensibilidad hacia las víctimas de lo arbitrario que parecía adormecido.
Y mientras el PP actúa como si acabar con ETA -aunque sea por la vía de la negociación- no fuese un fin deseable y legítimo, Zapatero actúa como si le faltase tiempo para ello, y permite (o no ha sabido detener) contradicciones, rumores o interpretaciones de señales generalmente dobladas: nada de eso ayuda. Hoy mismo, o casi, ha habido un nuevo atentado (sin víctimas mortales, ya), y no verlo en términos de «posicionamiento» sería absurdo. Sin embargo la sensación es la de que, desde hace tiempo, circula la orden de retirada. Orden tal vez más adivinada que expresa, más fatal que pretendida, pero que implica usar el material disponible: el poder, no nos engañemos, es el poder de hacer daño. Y ya no se atentará para ganar, sino para no estar vencido.
ETA ya sabe que no tiene futuro, pero insistirá en inventar su pasado. No admitirá un error que, sin embargo, es evidente al menos desde que, a la muerte del dictador, decidió desmantelar su aparato político, y reclamará estatuto de patriota para sus miembros. «Dejarle» una salida digna no es exactamente «facilitarle» una salida digna. El matiz importa; porque a partir de ahora todo será matiz, hasta una bomba (suena muy mal, pero) será un matiz. Flecos de una derrota anunciada.
Conceder a las fuerzas políticas que indirectamente han utilizado el terror que no son cómplices de asesinato no es un favor, es lo que exigen. Así son las negociaciones. No acabarán artífices de la paz. Esta es, parece, la cuestión de fondo, y lo saben. Pero sí les conviene la niebla, la niebla y no vender a los compañeros de viaje, que son muchos, impidiéndoles meter la mano en el pastel de la rentabilidad política, y garantizando, de alguna manera, que no serán aplastados por el rodillo de la Historia. Será lo último que les den; pero se lo darán, no les quepa duda. Lo hemos hecho otras veces (engañarnos a nosotros mismos en aras de la convivencia).
Si así fuera veremos a algunos ex encapuchados pasearse como héroes ante la indignación de los familiares de sus víctimas. Y a algunos políticos salvapatrias renovar sus mandatos ante la misma indignación. La sociedad grande podrá asimilarlo (no durará mucho, y la Historia Grande pondrá las cosas en su sitio) y para ella, finalmente, será bueno; pero será la sociedad pequeña, a la que hace tiempo que se le ha transferido -y no por nadie, sino por la fatalidad de su propia idiosincrasia pequeña- la responsabilidad de beber de ese cáliz. La convivencia asimila mal las mentiras, por necesarias que sean, pero por experiencia sabe que, al final, la noche siempre acaba