No he contado que Lucas cumplió quince años el miércoles y que lo celebramos cenando en Algarabía, donde mis dos riojanas favoritas nos trataron como siempre, a cuerpo de rey. Eso fue el miércoles. El viernes comí con Leopoldo Alas. Hablamos de trabajo y de gafas. Leopoldo busca unas gafas de intelectual de izquierdas, pero no las encuentra en ninguna parte. «No están de moda». Yo llevo unas de armador griego (de pasta negra), muchísimo más fáciles de encontrar en estos tiempos raros de miopía selectiva (¿o selecta?). Eso el viernes. ¿Y el jueves? Pues lo más importante que hice el jueves fue ensayar con el grupo. Me gusta cómo tocamos. Me gustan cada vez más nuestro Summertime o nuestro Mack the Knife a la manera de los años cincuenta. Ya lo ven, una semana casi apacible antes de un descanso en Magaz de Abajo para jugar a los bolos (gana Lucas), verificar la buena salud de los incipientes berros y ver una película espléndida en la que, como en mi semana pasada, no ocurre nada que se pueda llamar argumento: El perro mongol, de Byambasuren Davaa. Pura vida.
La noticia del «finde» ha sido la protesta de los agricultores por la plaga de topillos que afecta a más de 400.000 hectáreas leonesas (según algunos). Los manifestantes protestaron, lanzando contra la fachada de la apática Consejería del ramo, huevos y topillos (la mayoría muertos, pero no todos); también lanzaron topillos con tirachinas y soltaron topillos atados a globos de helio. Los topillos voladores aún cruzan los cielos de España para disgusto de gatos, perplejidad de aviadores y felicidad de ufólogos y niñeras.
– ¡Topillos a la mar!, debió pensar el delegado del Gobierno, don Miguel Alejo.
El domingo, ya de vuelta, cenamos en Combarros (en La Magdalena, kilómetro 333, donde los camareros memorizan a diario unos ochenta platos distintos) y allí vimos el Mallorca-Madrid. El público del restaurante cantó el segundo gol como si el mismísimo Wagner le hubiese dado la entrada. El resultado nos interesaba para saber cómo íbamos a encontrar las calles de la Capital, y si convenía hacer otra parada, tomárnoslo con calma para no llegar demasiado pronto a una ciudad que, desde que sabemos que tendremos que esperar un poco para mudarnos a Magaz definitivamente, se está volviendo cada vez más extraña. Lo cierto es que nos sentimos como inmigrantes.
– Yo me pido rumana, dice Raquel en plan coqueto.
– Yo cazajo, dice Lucas.
– Yo armador griego.
Ahora, ya en Madrid, me pregunto si El Fary sería del Real Madrid, porque se ha muerto y me gustaría pensar que lo ha hecho contento.
– Tenía cáncer, me informa Raquel abriendo de par en par la ventana. – Y, desde luego, era de aquí. ¿Un café?
Brilla un sol absolutamente antidemocrático en el centro de un cielo gordo, sucio y desnudo. Un topillo con gafas redondas rompe la monotonía desde su brillante globo en forma de corazón. Le digo adiós con la mano. «Adiós, topillo. Volveremos a vernos».