Miro en el periódico semidormido tras una opípara comida familiar en Bembibre con la que hemos inaugurado unas vacaciones que se prometen redondas, pero que resultarán complicadas, lo sé, por unas cosas u otras, y el ventilador pasa de golpe unas cuantas páginas. Así me entero de que el Universo es transparente. Eso dice la letra grande al menos, porque la pequeña matiza que el Universo ya era transparente antes (¿lo habían notado?) y que, ahora, según la medición de no sé que observatorio de La Palma, resulta que lo es todavía más. No sé si guarda relación con el hecho, también demostrado a la gallega (es decir: de momento) de que expanda. Que el Universo se expanda es bueno, ya que permite seguir recalificando grandes parcelas sin miedo a que acabe por faltar sitio y, en consecuencia, facilita operaciones inmobiliarias necesarias para la deseada reactivación de la construcción; aunque su mayor transparencia invitará más que nunca a la observancia legal y a la vigilancia policial, lo que perjudica a abusones, corruptos y descuideros, colectivos de gran peso en el sector de marras. Una de cal y otra de arena.
– ¿Qué lees?
– Intentaba leer el futuro; pero me parece que la noticia está mal redactada. Debería decir: «El universo es cada vez más transparente en una sola dirección». ¿No te parece?
– A mí no me preguntes. Yo soy un gato: el futuro, para mí, es eso que está a punto de caer en mis garras.
– Y que, generalmente, se te escapa.
– No, eso es a Zapatero. Yo no necesito ver el futuro para imaginarme a Rajoy montando una moción de censura en cuanto la economía se ponga peor o los nacionalistas se pongan nerviosos.
– Ahora eres politólogo.
– Como de todo, sí.
Pangur, a mis pies, sobre el sofá, ha cerrado los ojos con esa expresión de los gatos cuando no tienen nada mejor que hacer que revolotear en sus pensamientos, pero enseguida se ha acomodado boca arriba rentabilizando el aire que le alborota el pelaje de la barriga haciéndole parecer una nube (está claro que no va a seguir hablando) que hubiese la tormenta dejado ahí para más tarde. No creo que piense nada.
Ni yo. Me he quedado ensimismado mirando el paisaje que cabe por la ventana, permitiendo que el mecánico velo de brisa embote más y más mi capacidad perceptiva. En mi cabeza, comenzamos a ascender en espiral, Pangur y yo, y en el trayecto se nos van sumando más y más españoles coreando con generosidad conmovedora distintas y hasta contradictorias consignas patrias; desde el hombre de Atapuerca (que tiene un parecido a Luis Aragonés) hasta una mileurista con aparato en los dientes… Ahora estamos todos reunidos en una inmensa y verde pradera cuyo final no alcanzamos a ver en ninguna dirección. Uno pregunta que si es un campo de fútbol, otro que si es suelo urbanizable y, otro, que a qué hora sale el santo y, otro más, vestido con pantalones cortos, que si ha ganado Nadal, y otro que en qué dirección está la playa.
– Hay una playa en todas direcciones, respondo por inercia.
– Aquí no hay árboles, me hace notar Pangur.
– Y hace frío, ¿no?
¿Ha sido eso un trueno? Las hojas del periódico vuelan sobre la hierba como los yuyos sobre el suburbio de un tango y Pangur olfatea la redondez del futuro, que trae un deje de tierra húmeda y un regusto a pasado. Ha empezado a soplar un viento oscuro. La voz de Raquel, que acaba de salir de su siesta y de su ducha, ha sonado a pelotazo en la cepa del poste.
– Arriba perezoso, que nos vamos de vinos a Ponferrada.
– Eso está muy lejos, digo algo amodorrado todavía.
– ¡Qué va a estar lejos, cielo, si se ve desde aquí!
No hacemos más que salir al jardín cuando algo me golpea con fuerza la coronilla y cae al suelo. Pienso que es una rama traída por el viento.
– ¿Qué ha sido eso?
Raquel se hace a un lado y, mientras me agacho a recoger el objeto, mira hacia arriba, a la luna creciente, que sigue allí.
– ¡Es un boomerang!, exclamo rascándome la cabeza y sin terminar de creérmelo.
– Pues sí, yo diría que es un boomerang, confirma Raquel. – ¿Te ha dolido?
– ¿Puedo quedármelo, puedo quedármelo?
– Para ti para siempre. Y no hagas el gamberro mientras estamos fuera.
Pangur ha cogido su nuevo juguete y se ha metido con él en la bodega. Raquel me mira entre perpleja y expectante; pero no pienso decir ni una palabra. La amenaza de lluvia ha sido sólo eso, pero ha refrescado el ambiente, y ha encogido la tarde que ya muestra alguna que otra estrella. En el coche escuchamos a los Squirrel Nuts Zippers, una deliciosa banda de swing inclasificable; pero que te invita con determinación al mundo real, quiero decir: a «este» mundo real transparente, redondo y urbanizable al que todo vuelve.