Me ha reñido Raquel porque estábamos oyendo a un poeta leer sus poemas por la radio y he comentado que me gustaría morirme antes que algunos para no tener que leer su necrológica.
– Raquel, mi difunta tita Alberta pasó una guerra pero no podía soportar a los pobres porque usaban mal los adverbios. Yo no hago eso. Pero es que el poeta «este», encima de leer «eso», y en «ese» tono, nos ha recomendado ¡fiarnos de nuestro propio gusto! Hay que tener cuajo.
Para raros los que han estado diciendo que en el comentario anterior servidor sólo llevaba un sombrero, y que fue el tinto Pintia (y lo que cayó por el camino) lo que me hizo ver dos. Malas lenguas, malas lenguas. Llevaba dos y no encontré el modo de quitármelos para no parecer un embozado ante el vecino por motivo de elemental cortesía, lo cual me incomodó un poco. Claro que, por lo que parece, eso de la cortesía ya no importa. Veo en la tele a un cantante que no se quita en sombrero ni para dormir ni para ser entrevistado. Me parece una falta de decoro impropia de un hombre que ha sido salvado por el mismísimo Señor nuestro Jesús, según él mismo asegura. También no hace mucho veía en otro programa a un director de no sé qué talleres literarios que, por lo visto, tampoco se quita el sobrero al entrar donde se tercie. Gente que sin duda está muy bien pagada de su imagen, y encantada de haberse conocido, pero que carece de habilidades sociales, por decirlo finamente (o de educación, por decirlo más finamente aún).
– Suñén, los tiempos cambian…
– Lo sé Raquel. En mis tiempos mantener el sobrero puesto bajo techado era un privilegio que tenían los reyes y las mujeres; en el caso femenino era producto de la dificultad de las mujeres para quitarse o ponerse horquillas con el riesgo de estropear un quizás muy elaborado peinado; en el caso de los reyes un signo de superioridad. Esas cosas podrían y deberían cambiar, de acuerdo. Pero no descubrirse en un interior, es como no quitarse las gafas de sol en la penumbra de un bar de barrio: sólo significa que uno es un presumido o un chulo identificándose con su personaje hasta el ridículo.
– O un tiñoso al que le han puesto un ojo morado.
– También, podría ser. Si no fuera así: dejarse puesto el sobrero y las gafas de sol en el interior de un local donde son prendas del todo innecesarias, denota que para uno ambos complementos son sólo prendas de ocultamiento de una personalidad insegura y, seguramente, poco fiable.
– Y meterse la corbata por dentro de los pantalones, ¿qué?.
– O la camisa por dentro de los calzoncillos, añado.
– O llevar el llavero colgando de la trabilla del pantalón, o por fuera del bolsillo.
– Esa es una de las peores, Raquel. Lo de los calcetines blancos es casi preferible.
– Noo, eso no, Suñén. – Ni lo menciones.
– O llevar una pegatina en la correa del reloj.
– ¡Basta!
– O una cadena de oro y el cuello de la camisa por encima de la americana.
– Noooo, cállate ya.
– O la uña del meñique más larga que las demás.
– ¡Suñén, Suñén! Te lo digo en serio.
– O atarse los cordones de los zapatos con nudo doble, o…
– ¡Suñén! ¡No lo repito! Sigue así y me voy con mi madre.
Me quedaba más: usar la cuchara para ayudarse con los espaguetis, por ejemplo, o abrocharse el último botón de la americana, o aplaudir en los aterrizajes; pero finalmente cedo, no por miedo a que cumpla su amenaza (su madre vive a cuatrocientos kilómetros así que no podría hacerlo así sin más) sino porque estaba empezando a parecerme a mí mismo un poco sádico seguir con el jueguecito.
En cualquier caso, las pequeñas leyes, los ordenamientos de urbanidad, las suaves, casi invisibles cortesías como las maneras de mesa no sólo están hechas para nuestra comodidad (que lo están) sino que colaboran a facilitar el uso de un lenguaje confiado, cordial entre conciudadanos, e incluso entre extraños conciudadanos, y hasta entre extraños a secas. Hay modos que no son fáciles de fingir, gustos que significan historia y cultura comunes y por eso nos ayudan a saber del otro que no es un tonto, o un truhán, o un policía infiltrado, o un político corrupto y populista, o un vendemotos, o un inseguro.
Elaboren ustedes su propia lista (encender mecheros en los conciertos, llevar anillos baratos en dedos improcedentes, enfatizar con afectación al leer versos, etc.); pero si un día se topan en un interior con un…
– O con una, Suñén, o con una.
…o con una fantoche con sombrero, gafas de sol, corbata por dentro de los pantalones y trabada con pasador, llavero a la vista, pegatina en la correa del reloj, cadena al cuello, meñique de larga uña, calcetín ausente y un anillo en el dedo gordo (todo dependerá de la proporción en que cumplan lo prevenido en su lista, y de hasta qué punto se componga ésta de signos visibles en una primera inspección) y que no es un tiñoso con un ojo morado, no le den conversación: mentirá, mentirá seguro, como hacía siempre mi tita Alberta, que ni si quiera se llamaba así.