Un buen escritor se siente siempre cómodo en la historia de la literatura porque, le vaya como la vaya en ella y opine lo que opine de las eventuales manipulaciones de la misma, sabe que finalmente a su cuidado trabaja sobre o bajo un contexto que modificará y le modificará hasta equilibrar consecuencias y motivos. El mejor y el peor pueden engañarse a sí mismos, si con ello obtienen la recompensa que sea, pero saben que no podrán engañar a la historia.
La ciudadanía, por el contrario, no puede confiar en la historia. Nunca ha podido. De ahí su permanente malestar, ese que da lugar a revoluciones y vanguardias, ese que ahora nos muestra una nueva formulación de la lucha de clases. De ahí nuestro empeño en corregir a la historia, en empujarla al abismo de sus contradicciones, como el suicida empuja hacia el presente a la muerte que teme. Pero el milagro no está al alcance de cualquiera (pocos seres humanos lo han conseguido desde que abandonamos las cavernas esas a las que siempre estamos a punto de regresar), y controlar los acontecimientos ha sido siempre una prerrogativa de los poderosos, o de los malvados, o de los poderosos que desean salvarnos de los malvados (esto es lo más habitual).
Controlar los acontecimientos es, si bien muchísimo más fácil que cuestionar la autoridad de la historia, un arte sofisticado que precisa del acuerdo y complicidad de instituciones y medios cuya idiosincrasia reclama siempre una sustancial parte del protagonismo procesal o del beneficio implícito, de modo que con facilidad contribuye a la formación duradera de chocantes pero férreas hermandades en las que frecuentemente los papeles se confunden y difuminan.
Ningún arte sutil es fraudulento por naturaleza; pero entre el que practica un servidor (hacerse enemigos con facilidad, como diría Barón Corvo) y el que practican los grandes grupos económicos (lucrarse a cualquier precio) la tentación de ser deshonesto despliega un elevado grado de acuidad. Vamos, que no es la misma.
— Sin embargo ambas artes, la de los poderosos y la tuya tienen algo en común además de la sutileza: el desprecio por la sociedad.
— ¡Pero yo desprecio sólo a la sociedad literaria!
— No es cierto.
Como no tengo ganas de discutir, y menos con mi gato, he tachado la palabra «sociedad» del borrador de estas líneas y la he sustituido por «ciudadanía».
Que la ciudadanía haya tomado la pluma en el sutil arte de corregir acontecimientos es algo que parece irritar muchísimo a los habituales autores implicados, y aún más que lo haya hecho constituyéndose en chocante y férrea hermandad de individualidades. Miran a la ciudadanía como servidor a esos escritores domingueros que, tras forjarse una efímera fama de locutores de radio o empresarios de éxito deciden contratar un «negro» para escribir un libro de autoayuda; aunque por distintas razones: a servidor le chirría la injerencia, a ellos les intimida la determinación.
— ¿Aunque sea pacífica?
— Precisamente porque es pacífica, Pangur.
— ¿Y aunque no tenga prisa?
— Cuanto menos corra más trabajo da, y más crece.
Para empezar no acaban de entender los poderosos (colectivo singular que emplearé, consciente de su simplismo y con el permiso de mis tolerantes lectores, de ahora hasta el final para ahorrarme explicaciones y no decir «la derecha») cómo ha podido la ciudadanía adquirir por sí misma y de pronto un cuerpo sólido y semoviente fuera de la reglada existencia de sus asociaciones asociadas ahora que había dejado de fumar y todo estaba saliendo tan ricamente. Además, que no haya una mano negra tras la reacción ciudadana desactiva totalmente el pensamiento de los poderosos… perdón, de los pensadores de los poderosos, que practican un pensamiento cuyo origen se remonta a los felices tiempos en los que la paranoia constituía una ventaja evolutiva evidente y el diablo era un mal necesario y siempre dispuesto a proporcionar lucrativas razias y convincentes explicaciones.
Por eso los poderosos y sus pensadores no han parado de enviar observadores expertos que pudiesen darles razón y orientación de semejante fenómeno. «Pasé cientos de horas mirando a través de un agujero en la corteza de un árbol y utilizando un cortaúñas para documentar la conducta de estos sujetos» –ha declarado el profesor Vip– «y creo que lo mejor que se puede hacer es divagar con firmeza mientras los partidarios de la cachiporra los tratan como a hooligans de izquierdas y la izquierda como a liebres de canódromo».
Ahora los poderosos europeos dicen (como si no fuese con ellos) que España debe resolver ese problema si no quiere ser declarada morosa (lo que algunos parecen desear con verdadera saña) y los poderosos nacionales rezan para que la policía vuelva a ser su amiga sin advertir que un posicionamiento hostil por parte de las fuerzas del orden público, digámoslo de una vez, sólo conseguiría convertir lo que es una reacción ciudadana transparente en una resistencia en toda regla legítima. Así que ojo, porque sería una ingenuidad pensar que detrás de estas molestias no está la enfermedad de siempre; aunque los remedios no exhiban ya las tradicionales etiquetas de colores.
— ¿Y con respecto a la morosidad?
— Que se vayan a freír espárragos. Pagar deudas no crea empleo. Es al revés.
Resumiendo: que la ciudadanía, de momento española, desea ser dueña (o por lo menos coautora) de su propia historia (ese es el «Qué») y lo manifiesta proponiendo reformas y soluciones a considerar y protagonizando protestas pacíficas (ese es el «Cómo»).
— Ya, ya. Eso ya. Pero ¿qué van a hacer, y cómo, para arreglar la situación?, siguen preguntando una y otra vez los pensadores de los poderosos.
Lo dicho: no se enteran. Y no se enteran porque no quieren enterarse de lo que es evidente: que son ellos los que tienen cosas que arreglar, esas cosas, desde el gobierno, desde la oposición o desde donde quieran, pero no (como decía ayer mismo en cierto programa de televisión Paco López, uno de los portavoces de Democracia real ya) «solidarizando las pérdidas y privatizando las ganancias». Tendrá que ser de otra forma.