El matemático Satnislaw Ulam solía (hablando de los procesos cerebrales que informan el pensamiento) contar cómo de muchacho pensaba que tanto la rima como la métrica de un poema estaban al servicio de una especie de máquina automática productora de originalidad. Es decir, que los tradicionales recursos formales de la poesía no seguían ahí sino para forzar al lenguaje a encontrar nuevas asociaciones y poder, de ese modo, escapar de los encadenamientos rutinarios y de las inercias mentales. La idea es muy atractiva: convertiría los viejos moldes poéticos en algo así como el látigo del domador de fieras, que sirve para dominar, pero cuyo dominio no es, ni de lejos, la finalidad del espectáculo.
Una vez que esto se admite no es difícil advertir que el domador podría sustituir el látigo por cualquier otra herramienta de similares efectos, incluso prescindir finalmente de él. Algo que, por cierto, no es demasiado corriente.
El otro día estuvo servidor en un jurado que acabó dándole el premio, precisamente, a uno de esos poetas cuyo látigo, manejado con singular destreza, exhibía ejercicios de mucha dificultad y adorno, pero que resultaba a la vez manifiestamente incapaz de doblegar ningún tigre. El sentido, el sentido.
En castellano no hemos tenido sino muy tardíamente un verdadero verso libre, y siempre creciendo a la sombra de la llamada silva libre castellana. Dicha composición se sostiene en versos imparisílabos, con preferencia de los endecasílabos pero repleta de heptasílabos, pentasílabos, etcétera. La combinación de estas medidas permite al poeta manejar un fraseo capaz de saltar del endecasílabo al alejandrino y de éste a formas más extensas hasta la prosa (si pertinente) casi sin que el lector advierta la diferencia. Incluso le permite endosar versos parisílabos sin alterar la organización de lo sucesivo en el oído del lector.
O sea: la libertad es mucha sin merma alguna de la función que «la máquina de imaginar» debe cumplir. Como la justicia, que debe ser más cauta que la verdad a cualquier hora del día, no se mueve entre el tráfico.
El procedimiento es evidente: un verso de siete sílabas seguido de uno de cinco puede ser un endecasílabo a condición de que el primero acabe en vocal y el segundo comience en vocal (sinafía se llama esta figura en desuso desde el siglo XV). Así pues, poéticamente hablando, siete más cinco es igual a once, once más cuatro es igual a catorce (que se convierte en siete más siete), etcétera…
La buena aplicación de este fraseo, que otorga, por cierto, una consistente autonomía tonal al verso corto (tan mal empleado, tan vacío, habitualmente) puede además aproximar la musicalidad del conjunto a la de la forma hablada precisamente gracias a la «libertad» (entre comillas, por favor) que permite y, ciertamente, una composición sostenida de esta forma mantendrá su consistencia poética aunque el autor opte por darle una apariencia prosaica.
Cabría preguntar si un poeta puede «prescindir absolutamente» de estos recursos. Servidor cree que su negación constituiría un esfuerzo que, a su vez, podría convertirse en otra «máquina de imaginar». Hay en efecto poetas que «huyen» de la medida. Y a menudo ese esfuerzo es el verdadero responsable de que consigan eludir el tópico y encontrar soluciones nuevas. Servidor considera la métrica en poesía como el dibujo clásico en pintura: consiente en que puede prescindirse de él con gran talento, pero sospecha que su dominio no puede ser ignorado.