La mejor forma de olvidar es recordar. Lo dijo Freud, que (trucho o genio) sabía algunas verdades. Por eso a uno le mosquean un poco los panegíricos que, estos días, algunos andan dedicando a Carme Chacón. Nadie duda que fue una gran mujer, ni de que (tal vez, quién sabe) pudo haberle ahorrado al PSOE una travesía del desierto de la que aún está por ver que vaya a salir con bien. Quienes la negaron públicamente hace muy poco se apresuran ahora, «compañeros», a recordar su condición de noble y querida adversaria. Logró hacer algunas cosas de sentido común, necesarias, pero si se mencionan es para enfatizar su rebeldía, no su eficacia, no su profesionalidad: su rebeldía. Presumo que se hace porque la rebeldía, por muy estimulante que resulte, por muy necesaria incluso que nos parezca, se nos representa, sobre todo, un adorno infantil: una virtud necesaria y sin futuro, una cosa femenina.
En el Bierzo se la recordará siempre porque puso de manifiesto lo inoportuno de hacer públicos pactos con un acosador precisamente el día de la mujer, pero eso es anecdótico.
Que la mejor forma de olvidar es recordar nos lo dicen también, ahora, quienes consideran necesario establecer un relato justo y verídico sobre la historia de ETA, «esa banda de asesinos sin escrúpulos» (adviértanse, por favor, unas comillas con las que da comienzo la negociación del penúltimo tramo de unos años que son la clave del presente que nos espera). Hay que ser muy sabio para olvidar sin morir un poco. Mejor dicho: hay que ser muy sabio para saber morir un poco. Hay que ser muy sabio, perdón, para llevar la rebeldía más allá de la adolescencia sin convertirse en un cero a la izquierda. Sí, a la izquierda.
La rebeldía, llevada a sus últimas consecuencias, puede desembocar en falta de escrúpulos (dice alguien desde esa posición en la barra del bar que nadie osa discutir), «Se empieza cometiendo un asesinato y se termina usando mal la pala del pescado», decía De Quincey comprendiendo cabalmente la esquicia moral de nuestros sagrados principios. La mansedumbre también mata, pero sin amenazar la ley que hace a unos dueños de los otros, la que da pene a los hombres, vagina a las mujeres y hambre a los pobres. Pero los muertos a manos de la mansedumbre no cuentan, son como sombras dispersadas por balas silenciosas, invisibles, afeminadas. Balas de madre sacrificada, heroica.
Ya sabemos que el relato político, cualquier relato político, no será, nunca más, dialogado, sino ecuánime. Trump, el sabio presiente de América de Arriba (la ecuanimidad por antonomasia), acaba de atacar a unos desalmados que parecen disfrutar gaseando niños con Sarín. Naturalmente no podemos dudar de semejante argumento y, como bien recordamos, las guerras se hacen siempre por motivos humanitarios, no por otra cosa. ¿Hay alguien que a estas alturas dude de que los judíos fueron expulsados de España porque se comían a nuestros hijos?, ¿de que la Guerra Civil puso freno a los excesos de la República?
Y a la hora de construir esos relatos que nos sirven para recordar qué olvidar, ¿la realidad debe someterse al diccionario o el diccionario a la realidad?
Vivimos en un planeta al borde del colapso, tan al borde del colapso que hay que estar mal de la cabeza para negarlo, tan al borde del colapso que los ricos parecen empeñados en diseñar una estrategia definitiva para enviarnos a Marte a vigilar que ninguna civilización extraterrestre nos robe la basura, la contaminación, la injusticia y la explotación que constituyen, según parece, el gran secreto de nuestro éxito. Ese día seremos pioneros, y no nos sentiremos solos porque se nos habrá dotado de un hermoso relato que recordar. Ese día demostraremos que la solución no es la más fácil para todos, sino la que hace ganar más dinero a los dioses.
Si ese día llegase, porque «sostenible» no es antídoto de «colapso» (nisiquiera antónimo). «Sostenible» es «prorrogable», si acaso.
Que el relato contradiga nuestros recuerdos dejará de ser importante dentro de un par de generaciones. Quienes en este país están luchando por la recuperación de la memoria histórica saben de qué hablo si digo lo que nos proponen, constantemente, es someter los hechos al diccionario de la mansedumbre. Queremos olvidar, claro que queremos olvidar, pero «olvidar» no es equivalente a «ignorar», y lo que queremos olvidar es la rabia que nos produce esa mentira impuesta, ese relato interesado, esa ficción decretada entre la verdad y el olvido. No existe el sinónimo de olvido, es una palabra seria ante la que no conviene relajarse.
Algo que deberíamos intentar recordar es por qué ninguno de nuestros políticos favoritos resulta estar a la altura de lo que esperábamos de él. Si recordamos eso (revisemos, con pinzas, la historia) nuestra admiración hacia los fracasados (y Chacón, seguramente, lo fue) crecerá al mismo ritmo que nuestra decepción para con el oficio que practicaron. Según parece, cuando la política llega a su estado puro, se pone unos leotardos y se convierte en ficción masculina, adolescente y justiciera. O muere.
Vean una película titulada Wag the Dog (La cortina de humo), de 1997, dirigida con poca malicia por Barry Levinson (Esfera) e interpretada protocolariamente (que no es poco) por Robert De Niro, Dustin Hoffman y Anne Heche, pero con un espléndido guión de David Mamet. Es una entretenida mezcla de comedia y parodia en la que la Casa Blanca inventa (literalmente, produce) un conflicto bélico para distraer a la prensa de cierto desliz presidencial… La parte de parodia es la que asusta.
Y no, no estoy a favor de ETA, ni de gasear niños, por si algún imbécil se lo preguntaba. Estoy tan perdido como todas.