Sobre la mesa de un servidor hay siempre varios libros y uno, al menos, está siendo leído. Hoy sólo hay dos: Decir la nieve de Menchu Gutiérrez, que ha ido esperando por culpa de trabajos más acuciantes, y otro cuyo título va servidor a callarse y que es el que efectivamente está leyendo. La impresión es extraña, ya que se trata de una colección de poemas que está consiguiendo, pero no gracias a su bondad, que servidor se someta a una severa autocrítica. Servidor piensa «esto se vacía cada vez más, está hueco» o «esto es una impostura», y una voz en su interior le responde que se lea a sí mismo, y le entran una ganas irreprimibles de sentarse a corregir su obra que, hoy por hoy, bien puede analizar como otro producto más.
Se establece una relación de competencia, casi política además de estética entre algunas lecturas y la propia obra. No necesariamente desde la comparación de soluciones, que puede incluso perjudicar a la ajena, pero desde la definición de la apuesta, que sabe obligarnos a abandonar el método seguro (negro o rojo o ambos) en favor de una concreción de riesgos que nos mediría con los mejores, con los que realmente cuentan.
Toda literatura se juega en la singularidad de sus apuestas; la mejor hace de esta distinción estilo, una causa a imitar, una máquina que funciona. Pero estos pensamientos de servidor son sólo los primeros síntomas de la gratificante distracción que, superponiéndose a la lectura fatigosa, la que no nos atrapa, termina por imponerse siempre al contenido de unas líneas que el cerebro no escucha. Por eso servidor (ex nihilo, nihil) se encuentra ahora pensando en España, y en cómo que a España le vaya mejor o peor sea, llegue a ser, el resultado de apuestas financieras rara vez transparentes mosquea un poco a un servidor, porque puede dar pie a paradojas muy difíciles de resolver, e incluso a bucles de abismal influencia e imprevisible final. Verbigracia: ¿y si hiciésemos como aquel boxeador que se dejó noquear porque había apostado contra sí mismo? ¿Sería bueno o malo? Es decir, ¿y si invertimos todo el dinero que haya en España, hasta el último céntimo incluido el tesoro de la Mercedes, en apostar en corto por nuestra propia ruina y luego nos quedamos en casa durmiendo hasta el medio día antes de salir a organizar protestas callejeras y tomar el aperitivo, y nos sale bien?, ¿cuánto podemos ganar arruinándonos? A lo mejor salimos de la crisis con un sobresaliente en Conocimiento del medio, y además ricos.
— ¿Y si no funciona?
— No lo sé, Pangur. Puede que nos invadan los alemanes, que es una eventualidad a la que nos hemos acostumbrado por distintas vías (no todas malas) en los últimos siglos.
— O los franceses.
Otra buena idea para salvarse de la crisis hubiese sido dejar el país como estaba a finales de los ochenta, sin tantas reformas que le han hecho perder su atractivo tipismo, responsable de que los anglosajones listos quisiesen vivir en él y de que todos los españoles, todos sin excepción, nos sintiésemos en algún momento orgullosos de nuestra patria frente a una cerveza rubia y un pincho de tortilla. Los poetas escribían sencillas estrofas desde las terrazas a las muchachas que paseaban sin reparar en ellos, y la tortilla era ambrosía. La crisis levantó las orejas el día que se nos ocurrió deconstruir la tortilla, y en cuanto empezamos a hablar de productividad saltó sobre nosotros como Batman sobre un Ford fiesta.
– …
– ¿Qué?
Servidor, ignorando descaradamente a su gato, ha proseguido con la lectura de ese autor al que, ciertamente, suele entregarse sin entusiasmo pero sin reservas, y que esta vez sencillamente se le atraganta a pesar del buen vino con que lo ha ido pasando. Una incomodidad espesa se interpone con fuerza entre la voluntariosa fruición de un servidor y la recalentada ingesta que se le ofrece. Pero con razón se dice que cuando un libro y una cabeza chocan, y suena a hueco, la culpa no es siempre del libro, así que servidor se esfuerza en seguir esa caravana de enigmas vagamente narcisistas, ese juego de brocha, ese collar de buhonerías cultas, y se descubre invadido por alternativas sordas y monótonas como líneas paralelas, y se le cierran los ojos de la paciencia a la poesía del bienestar. No, definitivamente la nostalgia no es una opción. Hay que ponerse a corregirlo todo, apostar contra uno mismo.
— ¿Nos subimos encima del coche?
— Pero cinco minutos.