El futuro (el de antes, el utópico, que al contrario que el de ahora era incierto pero justo) resultó un fiasco, una oportunidad perdida; estuvimos cerca de darle crédito tras la segunda guerra mundial, pero comenzamos a dudar de él entre aquellos cascotes del muro de Berlín que los listos vendían preservados en metacrilato (era la época del metacrilato, había mesas y sillas y atriles y hasta obras de arte -naturalmente conceptual- hechas de metacrilato). Sin embargo preferimos no verle las orejas al lobo, y ahora tenemos que admitir aquello de que sólo nos acordamos de santa Bárbara cuando truena, y que ya lo podíamos haber previsto.
El futuro ha cambiado y, con él, los oráculos. Servidor buscar en el País la viñeta de don Andrés Rábago García, El Roto. A menudo hay más poesía en una sola viñeta de El roto que en el noventa y nueve por ciento de los libros de un año. En la de hoy se ve una multitud manifestándose. No se distingue ningún rostro y las pancartas carecen de mensajes, sólo están coloreadas en amarillo, en azul, en marrón, en rojo y en verde (es, como siempre, un buen dibujo). Alguien dice:
— Desoyen nuestros gritos.
Y alguien responde:
— Pero nos espían los correos.
Ya sabíamos que nos espiaban los correos. Echarse ahora las manos a la cabeza es acordarse de santa Bárbara cuando truena. Como es acordarse de Santa Bárbara cuando truena el cambio de posición de los editores ante el libro electrónico. El futuro (este nuevo, distópico y limitado a la temporada que viene que ha terminado por exigirnos el pago del crédito que el anterior nos dio, él sí a nosotros, tan generosamente) anuncia la desaparición del libro sin adjetivos: será viejo, antiguo o electrónico. Nada más. Lógicamente los mercados de «viejo» y de «antiguo» sufrirán cambios y reestructuraciones estimulantes (siempre habrá coleccionistas y también quienes, como un servidor, prefieran leer un libro que no le espíe). Aunque primero deberán inventar el libro electrónico sin baterías y habilitar alguna forma de compra anónima (la tradicional no vinculaba nuestros datos a un determinado título en papel). Como sea, parece que el personal ha corrido a descargarse 1984 de Orwell (lo están haciendo, según dice la prensa, intensivamente en Amazon los que usan Amazon: gente identificada) no sabe servidor si por hacerse mejor a la idea del Gran Hermano o porque han decidido apagar el ordenador hasta que escampe. A lo mejor se disparan también las ventas de sobres, papel de escribir, bolígrafos y sellos.
Y es que acordarse de santa Bárbara cuando truena tampoco está tan mal. Un ejemplo es don Cody Wilson, ese americano de arriba que compró una cosa tan inútil como una impresora 3D, se hizo una pistola, y ha conseguido que todos queramos una (impresora). Otro, más cercano, es don Javier Marías. Miren la publicidad que obtuvo don Javier Marías negándose a recibir el Premio Nacional por si resultaba ser un premio gubernamental (¿lo es?) y se le pegaba la torpeza expresiva. Nunca sabremos qué habría hecho en otra circunstancia, pero la ocasión la pintan calva.
— Estás mezclando refranes, protesta Pangur.
— Me gusta mezclar refranes.
— Pues ten cuidado porque quien mucho abarca pierde pan y pierde perro.
Bueno, pues eso: que todo es cuestión de saber hacer negocio de la adversidad (diversificación, se llama), verle la chispa a las cosas; como las televisiones que ponen películas de huracanes cuando ha habido huracanes y de papas cuando hay Papa, y de borrachos subnormales cuando hay puente y de niños atribulados en Navidad. ¿Por qué se creen que ponen tantas de zombis? Pues porque saben que nosotros nos acordamos de santa Bárbara cuando truena y que la ocasión la pintan calva.
— Mira que dices tonterías.
— Tú no me toques mucho las narices porque, ahora que Internet se va a poner amenazador, estoy pensando en hacer «memes» de gatitos, pero metidos en metacrilato, y vendérselos a los nostálgicos.
— Eres una bestia.
Ha sido decir Pangur eso y sonar un trueno morrocotudo. Definitivamente el clima va a confirmar lo que ya decían hace treinta años los estudiosos esos a los que no hicimos ni caso. Servidor está viendo caer las primeras gotas y cerrando las contraventanas, antes de que el aguacero se envalentone, cuando aparece Raquel vestida de chubasquero y con las llaves del coche en la mano. Se las enseña a un servidor agitándolas en el aire como si servidor fuese un niño de pecho, sonríe y dice:
— Voy a sacarlo, que así se lava.