Parece mentira todo lo que nos ha ocurrido en un año. Esta vez Raquel y un servidor, como corresponde en una pareja casada, han sido tan puntuales que han llegado a la comida de San Roque, en Narayola, antes de tiempo.
— Id a tomar algo, que aún no está la comida, nos empujan las mujeres fuera de la cocina.
En el pueblo sólo hay un bar, y está hasta los topes de parroquianos que toman el aperitivo después de la preceptiva misa al santo. También Cristina, la hija de Balbino, y los primos cannabicultores.
— Muy milagrero San Roque, me advierte Raquel.
— ¿Más que Santa Gema?
— Vas a comparar…
Roque nació por el año 1300 en la ciudad francesa de Montpellier y posiblemente jamás pisó España antes de morir en prisión (acusado de espía) en el pueblo italiano de Angera, a orillas del lago Maggiore, entre 1376 y 1379. Curaba la peste, y los bercianos cuentan que les curó la suya mientras hacía el Camino de Santiago. Y que tenía un perro.
— Lo del perro es verdad, protesta Raquel.
— Pero no era suyo. ¿Alguien sabe de quién era el perro de San Roque?, pregunta servidor dando un largo sorbo a su Dry Martini.
— De Ramón Ramírez, dice el camarero, que se mete en todo.
— No, ese es el que le cortó el rabo. El perro era de Gottardo Pallastrelli (italiano, como Santa Gema). El animal le robaba todos los días un panecillo y escapaba al bosque. Resultó que se lo llevaba a San Roque, que, contagiado de peste, se había retirado allí para no incomodar a los lugareños.
— Mira qué majo, dice el camarero.
— ¿Quién?, pregunta Cristina.
— Los dos, dice el camarero.
— Pero el perro le curó. Le lamía las heridas y le curó. Es el único perro que ha curado a un santo. En algunos lugares llegaron hasta a rezarle al perro de San Roque más que al mismísimo San Roque. Nos vamos, dice Raquel dejando su vaso en el mostrador haciéndonos un gesto para que la sigamos.
La comida, como siempre, riquísima. Gracias a las cocineras y al corderito Lorenzo, sin cuyo desinteresado sacrificio ningún esfuerzo hubiese merecido mención. Y las cocineras (Feli y Flori) se han quedado encantadas con unas botellas de Lambrusco que les hemos llevado.
— Pues, antiguamente, por San Roque se pedían los novios, dice alguien.
— Camponaraya, Naraya, y a su lado Narayola. Ten cuidado rapaciña, no vayas al baile sola, canturrea otro.
— ¡Pobre Lorenzo!, lloriquea Cristina sirviéndose otro poquito del susodicho. – ¡Era como un hijo!
— Yo hago hablar al gato, dice Balbino. — Pero es que yo pierdo mucho tiempo.
Tras los postres (y el orujo) Balbino y Tiano se marchan, también Cristina y los primos, y Maruja (que ha traído sus famosas rosquillas de anís) y Julia. Nos quedamos Raquel y yo con las cocineras. Hablamos un poco de todo y de nada y, al final, se nos hace de noche.
En casa no atinamos con la llave. Pero una vez dentro nos servimos el último orujo bajo la media luz, dorada, de una de las lámparas de la biblioteca, que parece desear arroparnos. Servidor pone a Ben Webster (Atmósfera para amantes y ladrones) y se sienta junto a Raquel. No hablamos, miramos la casa y fumamos en silencio, escuchando el fraseo cálido y prolongado del «rana», sus finales «soplados», como susurros a ras del agua. Nos reponemos de un cansancio de meses, un año ya. Raquel se acerca, como a decirme algo al oído; pero Cato se interpone meneando los cuartos traseros: porque no tiene rabo, y porque huele las rosquillas de Maruja.