Hay una rosa a un lado de la huerta, hacia la mitad del camino, a la izquierda y disimulada entre parras que recoge al anochecer la última y más sugerente luz solar. A eso de las nueve de la tarde (y es uno de mis pequeños y secretos placeres) bajo para contemplarla desde lejos. Es de un rojo pálido corriente y no ciertamente atractivo, pero bajo esa luz rasante, bajo ese barniz tangencial adquiere una luminosidad casi autónoma, veneciana, sabrosa en la lejanía de una visión que no debe ser confundida con la apariencia ni le debe a la apariencia nada de su pequeña grandeza. Camino hacia ella como hacia un faro, pero a sabiendas de que al llegar a su lado ya no será lo que buscaba, sino una rosa más, quizás prometedora o lujuriosa, pero pura apariencia; con un ánimo casi infantil, inevitablemente camino sobre el disfrute de esa carnada, de ese gesto que es sólo una reacción inducida que no conduce sino a sí misma, camino hacia el recuerdo de quien sabe que ha visto el tesoro (no que va a verlo) y que el tesoro no se nombra a sí mismo sino en el pasado: Fue.
Hoy no la he encontrado. Fue y no es pero igualmente he caminado hasta llegar a su altura como si fuese y, allí, un espigado brazo de rosal coronado de un cáliz desnudo y rodeado de ajados sépalos me ha detenido como quien para en la calle a un viejo amigo y con ingenua expresión le pregunta «¿es que no me conoces?»
— A tus pies, le respondo. — Fuiste aunque brevemente más que una flor hermosa, fuiste un oasis lejano, un motivo, un motor. No fuiste solo lo que la luz mostraba, sino lo que la luz veía: ¿premio, engaño, antojo? ¡Propósito! ¡Eso fuiste! Ahora, ya lo veo, eres cofre, promesa. ¿Y tus pétalos?
— A tus pies, caminante.
No me importan. La contemplación de aquel punto en el centro de la verde frase hortelana y platónica sobre la que a diario convierto imágenes en relatos era la marca inequívoca de que existe el pasado (y por tanto yo mismo). Sin él la caminata pierde sentido, deja de sentirse párrafo sólido bajo un título cierto; gracias a ello tan servidor de ustedes es el que fue como el que vuelve. El pasado es así: como la rosa, tiene alma de gato. Saco las tijeras y con cuidado corto el tallo unos veinte centímetros por debajo de su pequeño y duro cenotafio.
— Hola.
— ¡Pangur, querido gato! Ya era hora. ¿Se puede saber dónde estabas?
— ¿Quién?
— Llevas un día entero sin aparecer por casa.
— ¿Yo? Yo no he salido de casa. ¿Has visto a mi gato?
— No, desde ayer, igual que a ti.
— Tengo hambre.
En la mano cerrada conservo el pingajo recién cortado. Lo lanzo al aire, hacia arriba, aún iguales en todo a cualquier mala hierba y como una exhalación aparece Yogur, el gato del gato Pangur, que intenta atraparlo en el aire jugando a que es un león cayendo sobre un elefante en un movimiento que acaba mal, que se quiebra con la misma torpeza con la que Raphael remata el caracoleo de su americana y le envía de cabeza contra la puerta de casa. Un desastre en el que finjo no haber reparado.
— Hop! Aquí está, aplaude Pangur.
Los tres, como caballos que hubiesen sobrevivido al obligatorio avalentamiento de sus jinetes, caminamos silenciosos hacia la puesta de sol de la puesta de sol, que es el umbral. Pareceríamos protagonistas de alguna película en la que las cosas de la vida imiten muy bien a la vida de las cosas, su condición patológica, si no fuera porque Yogur ha decidido hacer un poco el payaso antes de reconocer que lo ha pasado peor de lo que creía posible. El humor es la buena educación de la inteligencia, pero la humorada es el disfraz del miedo. Sé que no tiene nada que ver, pero de pronto me he acordado de una historia en la que Luis Cremades besaba a Leopoldo Alas (ambos obligatoriamente vestidos de soldadito) ante la imprevisible mirada de un general escandalosamente de paso. Recuerdo a ese paracaidista que no dejaba de hacer bromas en el avión que nos llevaba al borde más puro que ningún precipicio tuvo nunca.
— Dile a tu gato que entre en casa. Ya.
— ¿Estás enfadado?
— Triste.
— ¿Por mi culpa?
— No.
— Es joven, no le hagas caso. ¿Cuándo vuelve Raquel?
Yogur va sorteando mis pasos y haciendo el tonto aún a riesgo de que lo pise. No deja de maullar y erizar el rabo como subrayando alguna indignación que juzga imprescindible que entienda.
— Si pudiera, lo castraba otra vez.
— Es un bobo. No le hagas caso. ¿Cuando vuelve Raquel?
Entonces decido ponerme yo a hacer el tonto, dando saltitos sobre un pie y girando sobre mí mismo, entrecortando con una mano la melodía que canto para que el ritmo imite su escasez de sustancia y haciendo con la otra gestos bufonescamente corteses: «popolí-pa-pá, popoli-cúe-co-cú, popoli-cinco-co, popoli-miau-miau, ¡miaaauu!» Y ellos de inmediato se alejan de mí como de un apestado y empiezan a afearme la conducta (especialmente cuando me agacho y finjo masticar un poco de hierba) sin dejar de vigilar sus flancos y levantar las orejas.
— Miau, prumiau.
— ¿Se puede saber qué haces? Pueden vernos.
— Popoli-trés, dos, uuu…
— ¡Para ya!, por favor.
— Uuuu, la Válgoma soola…
— ¡Suñéeeeen..!
Cuando cierro la puerta es como si toda la casa suspirase aliviada. He parado la broma y no he hablado más. Me he limitado a pensar en lo lejos que está del centro teórico de cualquier punto real. He preparado la cena y he servido tres platos. Pangur ha intentado decirme algo, pero he puesto la tele y he fingido no escucharle. El aparato dice lo de siempre: cualquiera que tenga razón ignora la verdadera tesitura del mundo. Cualquiera que no precise ser curado padece una seria alucinación.
— No se te puede dejar solo. Que sepas que me has decepcionado. No pensaba, ni por asomo, que a tu edad… A saber si no te ha visto el vecino…
— Cállate.
Me he levantado y he cogido el cepillo duro, lo que hace caer de espaldas a Pangur como a un hada recién licenciada fulminada por la varita mágica del irascible ogro emérito. Gira en redondo y finge que protesta hasta que lo que sea que lo obnubila remite de repente. Entonces sale corriendo hacia su plato y se pone a comer con la misma pasión que un genio matemático pone en sus ecuaciones. Yogur, sentado donde suele pero intentando ocupar todo el espacio él solo, finge no ya que mira las noticias sino que las rumia como si a nosotros se nos hubiese escapado alguna vitamina o proteína a la que debe dedicársele tiempo y concentración. Yogur mama subrepticiamente en uno de los cojines con la nostalgia de un postestructuralista tardío ante el objeto a minúscula del álgebra lacaniana. De vez en cuando estira las patitas y empuja la tela del forro color de vino apretando un poquito las uñas y mirándonos de reojo, para que no nos demos cuenta de que amasa la luna imaginaria del inconsistente de su inconsciente.
— Sí que es un poco tonto, sí.
— Lo normal en el gato de un gato, supongo.
— ¿Y tú, por qué estás triste?
— ¿Los gatos nunca estáis tristes?
— No. ¿Cuándo vuelve Raquel?
— Ya falta menos, por suerte. Y deja de preguntarlo.
— ¿Me puedo acurrucar a tus pies?
Voy a ahorrarle la descripción de la escena. Sobre la mesa sigue el objeto tan serio, tan absolutamente hermético del que nunca hablo y por el que nunca, nunca, me pregunta nadie. Miro el reloj.