Pero los trenes no salen ni con retraso, las comunicaciones se interrumpen antes de establecerse, los bosques desaparecen bajo la tala o el fuego antes incluso de llegar a merecerse su título, la contaminación progresa contra el progreso, la enfermedad se agrava y se generaliza. Ocurre en todas partes, pero más aquí, donde si para defenderse de una pandemia se necesita reforzar el sistema público de salud y disciplinar a la población, nos vale con el doble de lo segundo, donde si en Alemania (argumento de autoridad) se aplican medidas de urgencia con cincuenta positivos por cada cien mil habitantes, quinientos por cada cien mil nos parece más que prudente, un dispendio. Miro con la voluntad de encontrarlo y no veo a ningún político haciendo algo más que defenderse a sí mismo mientras persigue alguna solución fácil a las dificultades que asegura no haber provocado.
El problema parece haberse reducido irremediablemente a ese problema de representación. No hay esperanza sin un representante. No hay línea, ni tren, ni naturaleza común, ni salvación sin un representante que nos tranquilice a fuerza de verbos (trasladará, exigirá, conminará, procurará o celebrará) mientras nos cuela un triste wifi de patio a precio de fibra óptica y un autobús destartalado y se olvida, por ese mismo orden, de las cañerías venenosas, la atención primaria, la despoblación rural, la educación…
Política de artificio y de remilgo, de gestos, de sentimientos y hasta de (bajas) pasiones, pero no humanista; ¿de eficiencia ante la adversidad?, puede ser, lo veremos cuando ya no importe, pero no de eficacia frente a sus repercusiones. No propósito.
No hay propósito, sólo hay espectáculo (vacío) y no hablamos de esto o de lo otro sino que nos preparamos en la defensa de esto o de lo otro como pugilistas de circo. Lamentablemente discutimos en un falso cuadrilátero y lo hacemos de asuntos previamente diseñados para el enfrentamiento, poco importa, por tanto, si opinamos careciendo de la formación necesaria. Lo importante es que no luchamos por las ideas, nos matamos por el poder, lo cual preocupa muchísimo menos.
Sin radicalizarse, ¿cómo se puede tomar un tren que solo parte si hay otro circulando en sentido contrario por la misma vía única? Es perverso.
La incultura es, básicamente, eso: no ser capaz de distinguir el problema real del falso. Si fuese posible la democracia sin la filosofía, viviríamos en una.
Claro que no soy quien y que no tengo forma de saber cómo arreglar a estas alturas el disparate que nos rodea. Tengo ideas tentadoras, pero peligrosas, y adolezco de la sabiduría específica que es capaz de resolver grandes problemas sociales sin apelar a la suspensión de la bondad humana. En esas reuniones no sirvo y no es raro que terminen por invitarme a salir.
Ni siquiera aspiro a que seamos felices, no al menos como lo son el señor Soros, Julio Iglesias, el matrimonio Gates o Ana Patricia Botín-Sanz de Sautuola O’Shea. Felicidad del simple, que no es la simple felicidad del común.
La felicidad: no se encuentra a partir de un momento y para siempre, ni en un lugar para siempre, ni se adquiere como una máscara. Se está en ella (podría ser, ocasionalmente) si aceptamos que el mundo (entreverado de mal, de fealdad, de horror) contiene algunas soluciones discretas cuya belleza justificaría un estado de ánimo sosegadamente eufórico, esperanzado, del que (llegado el caso) nada, nadie podría impedirnos disfrutar. Ser feliz sería entonces la posibilidad, el derecho. La representación y no la mascarada.
Mis representantes (a los que ofende sobremanera ser acusados de ceder ante la presión de los malvados) me exigen constantemente, sin embargo, que cierre los ojos a la añagaza, que viva el miedo como si fuese la vida. Me someten una vez y otra vez a cualidades indeseables de alguna esencia perfecta que, una vez y otra vez (la política es repetición) se les escapa entre los equilibrios de su negociación funambulista. Representación y felicidad se vuelven conceptos antagónicos y, otra vez, es perverso.
La conclusión (más obligada que útil) es que carecemos del discernimiento necesario para salir del bucle de una crispación artificial para enfrentarnos organizadamente a la verdad desnuda: que hemos entregado nuestros modestos recursos para que nos defiendan de la opulencia, del abuso y del sistema; pero hemos firmado un contrato cuya letra pequeña les exime de toda responsabilidad en lo que, de resultas, nos pase.