Como el físico entre el modelo cuántico y la cosa, el poeta se pregunta razonablemente si cabrá verdadera diferencia entre realidad y metáfora. Realidad, por ejemplo, es que nos han obligado a cargar con una penitencia que no deja nunca de engrosar (en forma de plusvalía, cuota, penalización o embargo, da igual) los apuntes contables de los inventores del pecado que la justifica, imprescindible para sostener unas pocas y desproporcionadas fortunas hedonistas, ávidas de multiplicarse en ese gran casino en cuyas mesas se juegan, más a menudo que a veces, juegos que horrorizarían al mismo diablo: la ganancia (improductiva, inane) justifica cualquier abuso, y da de sobra para pagar silencios. No sé cómo pueden los poetas modificar eso. No sé qué es el modelo y qué la cosa cuando decimos que los escritores deben de implicarse en el proceso de transformación de la sociedad.
Sé que la sociedad no es la mayoría.
Tampoco sé cómo los escritores pueden hacer comprender al pueblo que el poder es el poder de hacer daño. Eso es algo que el pueblo (tan primario en su anticapitalismo como cualquier intelectual que se precie) sabe ya. Y cuando digo «hacer daño» me refiero a hacer verdadero daño, a violar y a matar a nuestros hijos, por ejemplo. El poder no sólo facilita al entramado económico ser la tapadera de ladrones ineptos, que son esos que serían incapaces de robar ateniéndose a las consecuencias, también le facilita la vida a los asesinos de guante blanco, que son esos que tienen el privilegio de no mirar a la cara a sus víctimas. El sentido común debería ser suficiente para advertirlo, la justicia para evitarlo.
Sé que el sentido común no es la mayoría.
No creo que sea necesario ningún escritor, ningún intelectual para explicarle a nadie que los refugiados no son el enemigo, o que un delincuente no lo es menos porque no disfrutó su crimen, o que no conseguiremos ponernos a salvo en Próxima b antes de haber destruido nuestro propio planeta, o que los caminos de la libertad, la dignidad, la justicia, la salud, la educación y hasta el de la emancipación ni pasan a través del beneficio exponencial de corporación alguna, ni le deben nada de nada a la gente que miente, saquea o mata en nombre de nuestro propio miedo a la mentira, el saqueo o la muerte.
Sé que el miedo no es la mayoría.
La semana pasada un amigo, de visita en casa, defendía su posición «acomodada» de lo que consideraba una simplificación amenazante por parte de Podemos. Admitía la necesidad de una fuerza capaz de constituirse en contrapoder y dejar al descubierto las contradicciones y manipulaciones del sistema, y lamentaba que la pacata visión de algunos sectores le arruinase la sintonía que siempre había sentido con la izquierda, la calle y sus reivindicaciones haciéndole parecer “casta”. No creo que tuviese realmente «mucho» que perder, pero tenía «algo» que perder y, obviamente, se sentía bajo fuego cruzado. Me contaba sus inquietudes como si yo fuese un intelectual que pudiese recetarle algún tipo de remedio teórico contra la mala conciencia.
Sé que la mala conciencia no es la mayoría.
Aunque en el campo estamos acostumbrados a la relatividad de las cosas, y no nos resulta raro oír hablar de la bajura de arriba o de la altura de abajo, disfruté un rato de su turbación, lo confieso; aunque también sentí no ser, en efecto, un intelectual capaz de defender con elocuencia (es decir, sencilla y llanamente) al relato político (¿ideología, filosofía, necesidad?) de la agresión de unas interpretaciones (maniqueas, alarmistas) que no siempre provienen de la lectura interesada del enemigo, sino, a menudo, de la ingenua lectura de los partidarios.
Sé que los partidarios no son la mayoría.
El miedo, como la mayoría, el sentido común, como la mala conciencia… ya no tienen nada que enseñarnos porque emergen aún en la mente colectiva de un modelo fracasado. Necesitamos un nuevo modelo, una nueva mayoría y, sí, un nuevo sentido común; y nuevos miedos, también nuevos miedos, sobre todo nuevos miedos.