Raquel prepara gin tonic. Para dos. Servidor lee la transcripción de esa conversación en la que un concejal exige su parte del pastel urbanístico por votar a favor de una concesión y se le cae el alma a los pies. Parece increíble que un tipo así pueda llegar a la política; aunque sea ejerciendo un cargo cuyo nombre suena a crustáceo en un ayuntamiento cuyo toponímico suena a donde Cristo perdió las alpargatas.
– Pues hay unos pocos, me recuerda Raquel.
– Pero no me refiero a su evidente falta de moralidad, que es cosa a la que los políticos van acostumbrándonos a grandes pasos, por desgracia, sino a su lamentable desprecio por el rigor matemático.
– Ah! Sí. El tío es lerdo hasta para robar.
Y es que en la transcripción se le oye decir cosas como «¿somos once no? Pues quiero mi once por ciento» o (sin duda inseguro con respecto a lo acertado de su estimación anterior) «bueno, o mi diez», como si el ciento veintiuno o el ciento diez por ciento de algo pudiese repartirse así, por las buenas, sin violar seriamente las leyes de conservación de la pasta. Después de todo el cálculo mental es una habilidad abstracta de primera importancia para la vida social.
– Tampoco es el único tonto de capirote que se mete a especulador.
– Ya lo sé, Raquel, ya lo sé; pero es que me ha hecho pensar: si él se va a llevar el once por ciento de 300 kilos por votar, yo quiero mi… ¿Cuántos votantes somos?
– ¿Veinte millones?
– Pues quiero mi veinte millones por ciento del once por ciento del memo ese.
– Le vas a dar un disgusto.
– Pues mejor, así aprenderá que el primer ciclo de la E.S.O. había que tomárselo en serio. ¿Cuánto sale?
– Seis billones seiscientos mil millones.
– De euros.
– No sé, a lo mejor en su pueblo siguen hablando en pesetas.
– Pues habría que aclararlo, porque no es lo mismo.
Raquel ha puesto dos vasos, anchos, y en cada uno cuatro cubitos de hielo y unas gotas de limón (una gota). Ahora frota el flavedo sobre los bordes.
– Bromas aparte, Raquel. – Creo que no está bien pensar que todos los políticos sean corruptos, cuando lo que ocurre es que un despreciable noventa y nueve por ciento le da mala fama al resto.
– ¿Cuánta ginebra, Fermat mío?
– Un ciento diez por ciento está bien. Gracias, cielo. Ya me sirvo yo la tónica.