Polizonía

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Intentaba servidor escuchar de un tirón las grabaciones del programa que hacen en Radio Círculo (100.4 FM) Pilar Martín Gila y Sergio Blardony dos miércoles al mes, para comentarlos luego al socaire de la actual deriva de la cultura, tan generosa haciendo ruido en tiempos de pocas nueces que, en efecto, conviene refrescarle la memoria de sus riesgos y la pertinencia de sus posiciones vigesimales, no vaya a volverse de verdad esa cosa de adorno que siempre fue para los más pragmáticos. Dice que lo intentaba, servidor, pero -como en aquel cortometraje de Peter Capaldi, Franz Kafka’s It’s a Wonderful Life (1993), en el que el autor de La metamorfosis era constantemente interrumpido por sus vecinos mientras decidía en qué iba a convertirse Gregorio Samsa- sin conseguirlo, pues los hados se empeñaban en postergar una y otra vez su audición de tan prometedores materiales. Primero sonó el teléfono con tal insistencia que servidor se vio obligado a desconectarlo (así sigue, por cierto, a día de hoy), luego el viento se puso a golpear las pesadas contraventanas y la lluvia a filtrarse por las juntas como en esas películas en que al submarino le explota cerca una carga de profundidad. Mientras servidor aseguraba las ventanas vino Pangur parloteando que dijese lo que dijese doña Euqueria él no había molestado a sus gallinas, que, de hecho, él, no había salido de casa en tres días y que…

— ¿Se puede saber de qué hablas?
— …

El programa se llama Doble fondo (pero bien podría haberse llamado Polizonía, habida cuenta de la clandestinidad con la que el universo hertziano trata cualquier intención de abrir caminos a la experimentación y el intercambio: su propuesta es la de disponer un espacio en el que la poesía, la música y el arte sonoro se confabulen y enreden tanto entre sí como con otras disciplinas tradicionalmente consideradas más técnicas. Servidor estaba a punto de despachar la primera grabación (dedicada a Ingeborg Bachmann, con el poeta y crítico Pedro Provencio como invitado y música de Helmut Lachenmann) cuando la campana del portón de fuera se puso a repicar como a rebato. Allí plantado, ajeno al agua y al viento que amenazaban con desahuciarnos, estaba Benigno Meliso mirándome fijamente con sus inquietantes, que no inquietos, ojos grises.

— Que ¿si tendrías De la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, de Schopenhauer?

El perro Fiel, que llevaba un rato buscando desesperadamente su pelota, se plantó entre ambos con una regadera de plástico en la boca. Hecho un manojo de nervios nos miraba alternativamente a Benigno y a un servidor, intentando averiguar cual de los dos estaría mejor dispuesto a jugar un rato.

— Sí, pero habrá que buscarlo. ¿Te corre prisa?, ¿quieres un café?
— No. Es una duda que me asaltó de improviso sobre el materialismo en Berkeley, pero ahora iba a clase de kechapi y quiero llegar antes de que el tiempo empeore. Ya, si acaso, vengo en unos días, o a fin de mes.

No pensaba servidor que el tiempo pudiese aún empeorar, pero lo hizo casi tan velozmente como había desaparecido Benigno, y en proporciones alarmantes, así que dejó para mejor ocasión lo de jugar con el perro y se volvió a lo suyo. Resulta gratificador ver cómo las voces y los sonidos, la locución y su propuesta conforman un objeto distinto, un atractor propicio para las ideas que provienen del roce, del chirrido…

— ¿Has oído eso, Pangur?, ¿Pangur?

Al chirrido le siguió un estruendo hueco, contundente, como si el martillo de algún gigantesco y despiadado juez hubiese definitivamente condenado al mundo. Servidor se asomó a la ventana, pero no vio nada fuera de lo común: las palmeras cimbreándose con violencia caribe y, más allá, semiborrados por el chaparón los campos y las casitas de…

— ¡Un momento! Eso no debería de verse. Ahí había un árbol.
— ¿Ha sido un árbol?, preguntó Pangur desde debajo de la cheslón. — ¿Seguro que no ha sido Camuñas?

Ahí había un imponente álamo temblón, sí, un árbol con el que, en alguna ocasión, quizá animado por el orujo, servidor había departido sosegadamente sobre la insignificancia, la vanidad, la intuición o el desánimo. El viento lo había derribado de una sola embestida y ahora yacía incontestable sobre el jardín, el cercado, el camino y parte de las viñas del vecino Tomás. ¿Habría hecho ruido de no haber estado nosotros ahí para escucharlo? Servidor pensó en Benigno, en si habría llegado con bien a su clase de kechapi y en que en ninguna parte dice Berkeley que el árbol de su famoso ejemplo dejase de ser materia en caso de no ser visto. Aquel ruido, eso estaba muy claro, no lo había puesto ahí yo, era todo de aquel prójimo y autosuficiente coloso que, vencido en justa lucha, transbordaba la majestuosa ingravidez de sus veinte metros de pasada altura a la serenidad presente de su peso: seis toneladas de serenidad. Una mudanza que, necesariamente, parió ese objeto tercero que aún tenía aterrorizado a Pangur debajo de la cheslón.

— Puedes salir, Pangur. No ha sido Camuñas.
— Ya, pero me voy a quedar aquí un ratito.

Comenzó a sonar un claxon. Cuando servidor llegó al portón, Raquel, que había dejado el coche al otro lado y rodeado a pie la copa del chopo, ya estaba allí. Se pellizcaba el pelo quitándose amentos y ramitas. Una vez dentro se dirigió a la caseta de aperos y volvió junto a un servidor con un rastrillo.

— ¿Qué ha pasado?

En ciertos momentos el determinismo idealista es la única opción por muchos motivos: practicos y psicológicos. Gracias al determinismo podíamos descartar que hubiese sido Camuñas (o un suicidio) y también aventurar que habría previstas soluciones de urgencia para estos casos (lo que requiere idealismo). Llamamos al seguro, a la Guardia Civil, a los bomberos y al ayuntamiento. La Guardia Civil y los bomberos excusaron su presencia so pretexto de que el problema era nuestro y no había habido averías significativas (escapes de agua, cortes de luz) y el ayuntamiento informó a Raquel de que si no retirábamos el árbol de la vía pública de inmediato procedería a imponernos la correspondiente multa.

— Pero ha sido el viento.
— Si hubiesen sido ustedes les podríamos otra multa; pero ha sido su viento.
— ¿¡Mi viento!?
— Sí señora. Como si dijésemos: su espacio aéreo.
— Entonces ¿podría instalar un molino eólico?
— No sin pagar las tasas preceptivas. Y no cambie de tema.

El seguro, informado de lo acuciante de la situación, prometió enviar un perito antes de cuarenta y ocho horas y nos aconsejó que no tocásemos nada.

Para entonces nuestro idealismo era ya muy subjetivo y nuestro determinismo se había trocado en pura determinación. Finalmente, con paciencia y una ayudita de los amigos, despejamos la carretera y convencimos a Pangur para que saliese de debajo de la cheslón. Un par de días más tarde habíamos troceado el tronco que quedó enteramente dentro de la finca y reparado la valla. Ahora, al menos, tenemos leña para varios inviernos.

Servidor se propuso escribir un poema sobre el álamo (o chopo) plateado (o temblón), su fulminante final y su efímero descanso; y en estas noches, en sueños, se le aparecieron dos ángeles que pugnaban por influirle en su manera de asumir la tragedia.

— !Temblón, temblón! Tú déjate llevar por la prosodia, y sé ingenioso, decía el ángel González.
— !Plateado, plateado! Piensa en el gran silencio evidenciado por el estrépito, decía el ángel Valente.

Entonces llegaba el perito del seguro y soplaba y soplaba y les levantaba las túnicas y se los llevaba volando como a paraguas de cóctel…

El caso es que, entre unas cosas y otras, servidor no ha podido oír enteras las grabaciones de marras hasta hoy. Afortunadamente ahí seguían aunque no hubiese nadie para escucharlas. Si mi recomendación les parece razón suficiente y son partidarios de salvar los árboles de la Polizonía, búsquenlas; a mí, con ellas, se me ha pasado el trauma.

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