La vaina seca de los garbanzos, que se aprovecha para la lumbre, recibe el nombre de gárbula. Lo dice el diccionario aunque dudo que «gárbula» sea una palabra que utilice nadie actualmente. Uno podría sin embargo encontrársela en tan o cual texto y acudir al diccionario buscando ayuda. La cito porque me parece que al diccionario se le están empezando a pedir cosas que no son de su incumbencia. El diccionario refleja la intención con la que usamos las palabras que usamos a lo largo del tiempo y de la geografía. Y, en consecuencia, si deseamos que el diccionario modifique una definición debemos de modificarla en nuestro discurso actual y geográfico consiguiendo que la nueva definición prime cotidianamente sobre la que tuvo en tal lugar y tal época: debemos proponérnoslo y lograrlo por nosotros mismos, ya que el diccionario no tiene más objeto que reflejar lo que queremos decir cuando decimos lo que sea que decimos, ya sea negro o gárbula. No es fácil. No es imposible, pero no es fácil. De hecho es tan difícil, que bien podríamos avisar a quien lo intente de que lo tiene negro, o de que pierde el tiempo en gárbulas.
No sé quién anunció, ni cuándo, que las palabras pueden cambiar el mundo (si hubo uno, fue alguien que había leído tan atentamente a Shakespeare como a Cervantes) pero sé que el común lo ignoró y que aún lo ignora. Y sé (no es mérito) que no se puede pedir a un copista que maquille o corrija. El diccionario describe un uso generalizado. Así pues: modífíquese el uso y el diccionario, como es su obligación, modificará sus entradas.
De momento, según el diccionario, se puede armar un mueble, se puede armar un lío, se puede armar a un asesino y hasta se puede armar un arma. Lo que, por lo visto, no se puede armar es una economía popular justa que nos permita prescindir de las gárbulas, por muy metafóricas que parezcan.
El problema de fondo, el que da pie a este comentario, es que los políticos no dejan de solicitar al diccionario que construya una realidad que ellos, los políticos, parecen ser incapaces de construir. Y lo que me resulta muy curioso es que sea precisamente la izquierda la que piense que si el diccionario no se parece al mundo que deseamos hay que modificar el diccionario.
Algunas palabras cuyo significado sugiero modificar, por totalmente alejado de su uso real (circunscrito en la actualidad casi exclusivamente al ámbito de la política, donde se utilizan con injustificada y excesiva frecuencia) son «coherencia», «sostenibilidad», «responsabilidad», «patria»…
Coherencia: Inmovilidad.
Sostenible: Templagaitas.
Rasponsabilidad: Miedo.
Patria: Vaina seca.
Hagan ustedes su propia lista.
Estamos tan necesitados de modelos que cometemos el error de creer que el diccionario lo es. No es cierto. El diccionario reproduce: no propone, no impone. Su autoridad no nos obliga a cumplir alguna misteriosa ley del lenguaje, sino que es reflejo de nuestra propia autoridad. Dicho de otra manera: señores políticos, el lenguaje no cambia por decreto, ni siquiera por votación; el lenguaje cambia cuando nosotros cambiamos, y nosotros cambiamos cuando la libertad nos cambia (para lo que hay que cambiarles a ustedes, claro) no cuando cambiamos el diccionario. El diccionario obecedece, ustedes menos.
Lo que pienso es que llevan demasiados años enseñándonos el tráiler de una película que no acaban de rodar nunca y que cuesta cada vez más y más (y más) dinero. Dinero nuestro, naturalmente.
— ¿Pero los pobres tenemos dinero?, pregunta Pangur.
— Los pobres «somos» el dinero, pobre gato estúpido.
— A lo mejor ya no, estúpido pobre tú.
Es una producción difícil, llena de escollos y añagazas ocultas, seguro, la de la película de la política; y seguro que implica el acceso a conocimientos que es mejor ocultar al votante (espectador, según futuros diccionarios). No obstante, espero con verdadera ansiedad el estreno de esa prometida obra de arte cuyo tráiler, de momento, se me está haciendo eterno.