Quizás sea por culpa del efecto dulcificador del matrimonio, pero a servidor le ha dado un poco de pena que acusen a Lucía Etcxhtxczchtxbarría de plagio, otra vez. ¿Qué ha hecho? Usar unas palabras ajenas para expresar lo que sin ellas ni siquiera hubiese pensado. ¿Qué esperaba el verdadero autor? ¿Qué le citase arriesgándose a ser tachada de «intelectual puntillosa» por sus lectores?
— Suñén. ¿Tú has plagiado alguna vez a alguien?
— Espero que no.
— ¿Y a tí?, ¿te han plagiado alguna vez alguna a ti?.
— ¡Claro!, presume un servidor. — Hubo un tipo, hace muchísimos años, que me copió un libro prácticamente sin variaciones, y luego me pidió mi opinión, y otro quiso copiarme la vida hace bien poco, y luego me pidió la bendición, pero a los dos les ocurría lo mismo: al verse solos con su personaje se volvían un mar de dudas y terminaban fagocitando a otro, a otro… Esas cosas pasan, no bromeo. Ni siquiera creo que se trate necesariamente de personas malas o enfermas. Lo que ocurre es que carecen de dudas propias y sobre todo de la formación básica suficiente para llegar a construirse un sentido del riesgo, un carácter. Se les reconoce porque algo en ellos delata lo eternamente inacabado de su conciencia de sí mismos.
— O sea, como esos resúmenes en los que se nota a la legua que el alumno no ha terminado de leer el libro.
— Algo por el estilo, supongo.
Miramos el reloj y nos miramos el uno al otro. Otra vez la conversación nos ha distraído de nuestras ocupaciones. Ella se lleva a los labios la punta del bolígrafo, sin llegar a rozarlos, e inclina la cabeza sobre un manojo de folios algo desmadejado. Servidor debe terminar de preparar su próxima clase, sobre Trilce, de César Vallejo, uno de los mejores poetas del milenio pasado. Cuando el Laphroaig (un magnífico malta) nos vaya haciendo ya perder el hilo, pensaremos en plagiar algo fácil para la cena, de Arguiñano por ejemplo.