Pesimismo y propósito

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El río Okavango recorre Bostwana y subítamente muere en el desierto (*). No hace falta una palabra más para describir como nos sentimos quienes, nacidos en pleno franquismo, confiamos en la existencia del río alóctono, del mundo transfronterizo e inspirador, para sacar adelante un sueño justo. Ese mundo no está en ninguna parte, ya no existe.

Hay propósitos así, como el Okavango, que al final no nos dejan otra fertilidad que la pasada, piensa el hombre mientras pasea por los andurriales del fracaso, en una tierra tan rara que ni ovnis conoce, en esa edad en la que quienes persiguen sus sueños le parecen a uno gente que duerme mal; pero, de pronto, aparece ante él la fuente de un nuevo río y se encuentra siguiendo su curso a pesar de que es tarde y de que debería volver a casa.

No dirá para qué, pero aún sabe por qué quiere embarcarse.

No apelará a ese anhelo de mar del que habló Antoine de Saint-Exupéry en su Ciudadela (y luego Juan Carlos Monedero donde quisieron escucharle, que fue en todas partes). No murió en él (esas cosas ni mueren ni viven), aunque ahora es distinto; viene desde una certeza distinta.

Tiene esa certeza sola, una, que es más de lo que tiene el Okavango.

Sabe que el mar no está al final de su camino, con certeza. Por eso no le importa demasiado que desde la orilla tiren piedras a su barcaza o que algún supersticioso marinero, animado por el ron, intente arrojarlo al agua para aplacar remolinos. No se aferrará a su remo como a un anhelo, sino como a un propósito.

No piensa en realidad en el objeto de la travesía ni en la resistencia o fragilidad de un navío que es símbolo de lo que sea: no importa. Lo importante es sembrar la emoción de ese «lo que sea» en los otros; la vida del propósito. La travesía.

En su caso la emoción es, quizás, lo más cerca que vaya a sentirse nunca.

Le sorprende que aún se estilen signos; una rodilla descubierta o una estrella en la solapa, un saludo ritual: apócopes de la estatua ecuestre cuyo peso hundiría la bodega. En medio de la corriente, es mejor mantener la atención en el trabajo que en el significado. Tampoco le agrada, aunque lo perdona, ver a ese candidato a capitán ponerse un dedo sobre los labios y hacer callar la cháchara nocturna. No obstante, anota en su corazón endurecido por la autoridad ese rasgo de quien se tolera a sí mismo mejor que a otros. Es enternecedor.

Por la noche no todo es calma y resonantes estrellas, sin embargo. A veces, como a los muertos, la gente semiembozada, temerosa aunque puntual, les tira desde la orilla papelitos doblados en los que han anotado sus peticiones. Si alguna vez se hunde la embarcación no será por el peso de esos mensajes. Al contrario.

Si llegan al desierto, los que lleguen, construirán con los papelitos un navío distinto, más ligero; navegarán con él sobre un desierto más grande, como locos eléctricos navegarán hasta el mar de algún otro planeta. Si puede hacerlo la NASA pueden hacerlo ellos.

Cortarán cables y cabos, imaginan, desplegarán nuevas velas de libertad y, dejando el mundo, alcanzarán el mundo como palabras en busca de un poema extrasolar, trascendente. Alguien, entonces, tímidamente se levanta y advierte de que quizás estén de nuevo pecando de ingenuidad. La profecía no puede llegar tan lejos, dice el profeta. El pesimismo es un sentimiento contrarrevolucionario, le reta el líder.

Pero él es viejo y no participa del paradójico narcisismo del grupo, hace años que no escucha si no quiere escuchar. ¿No es pesimismo lo que asalta siempre a las personas de acción cuando se ponen en contacto con las personas de la teoría? (Musil). Si tras el horizonte hay un desierto el Okavango lo ignora, es igualmente un gran río, es emoción y es vida para su pueblo de leones nadadores, antílopes e impalas, búfalos, elefantes, rinocerontes, perros salvajes, guepardos, jabirús, avutardas, cálaos terrícolas, águilas marciales, mosquitos, peces, ranas, serpientes, tecas, mopanes, acacias, hombres, mujeres, trigo…

Navegar solamente para cuidar del río y de sus criaturas, de su humilde riqueza, embarcar sin más rumbo hacia la seguridad de la sabia disolución, luchar imaginaria o generosamente junto a la certeza del fracaso feraz sin atender a otro anhelo, ignorando consignas cuya traducción a un lenguaje más humano que cursi ni el propio Chomski hallaría, es un propósito raro para cualquier candidato, pero es el único que nos queda, el único que le queda.

*.- Es la primera línea del prefacio de María Antonia García de León a su libro Élites discriminadas (Sobre el poder de las mujeres), publicado por Anthropos en 1994.

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