La realidad acaba de adelantar al mundo por la derecha y sólo espero que no sea para siempre.
Vigilo cada una de mis dolencias (en lo que empleo una cantidad de tiempo que a un taxista le solucionaría el trimestre) y concluyo que el coronavirus no se encuentra aún en lo que soy. Me alegra físicamente, al principio, pero enseguida comprendo que da igual, que no va a haber manera de librarse de la debacle intelectual, ortegaygassetiana; que yo soy yo y mi circunstancia, y que si no la salvo a ella, no me salvo yo.
Ideológicamente tampoco estoy enfermo. Ignoro, claro, todos esos análisis paranoides o simplemente partidarios y me ciño a los hechos informados, que, la verdad, son pocos pero contundentes. La enfermedad y la credulidad no mezclan nada bien, así que no culpo a los chinos ni al gobierno ni al cielo ni a los invasores de la galaxia vecina. Espero la orientación, que parece demorarse esta vez, complicarse entre la necesidad y la conveniencia, pero no culpo.
Si tuviese que culpar a alguien (más de la vicisitud que de la causa) culparía a esa gente de buena voluntad que decide introducir la iniciativa privada en un momento de angustia colectiva y corretea disfrazada de osezno solitario por las calles recién desinfectadas de una pequeña ciudad de provincias, o al iluminado salvador de la economía global, que bien merece una inmolación geriátrica, o al listo que camina dos kilómetros con una bolsa de basura para demostrar (¿a quién?) lo listo que es, o al cuñado que decide, desde su casa en Madrid, que tú, que estás ya más cerca de los setenta que de los sesenta y que tienes en casa a una nonagenaria cantando «Soy minero» desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la tarde, debes subirte al coche, conducir hasta Ponferrada y abrir subrepticiamente el piso de la susodicha para darle a un voluntario amigo, que vino desde Oviedo (saltándose la seguridad requerida por el estado de alarma) para ver a su novio y necesita con urgencia protección contra el virus, una pieza de tela de neopreno que (sin ningún género de dudas) es el único tejido capaz de procurar mascarillas caseras verdaderamente eficaces frente a la pandemia del siglo. Ni tres capas de tela de sábana, ni dos de pana con servilleta de papel en medio, ni una vaquera plegada y cosida por monjas de clausura, ni leches: neopreno.
Como me niego por una abrumadora cantidad de motivos (y en consecuencia hago quedar mal a quien comprometió una solución a la altura de su proverbial precipitación) me retirarán el saludo para siempre, unos cuantos. Aguanto el aguacero sabedor de que mi opinión, como la prudencia en la orgía, desaparecerá bajo su violencia.
Desaparecerán más cosas. Desaparecerán los pisos colmena y (aunque no para siempre) la televisión de pago en los hospitales y (aunque no para siempre) ese bar horrible en el que envenenaban a los borrachos o el viejo oficio de recogedor de guano de murciélago, por ejemplo, y con él algunas libertades, también. Lo sé porque me he dado cuenta, cómo no, de que, ahora, cuando las fuerzas del orden te detienen en la vía pública, no sólo te multan, sino que además te regañan.
— ¿Pero eso no lo hacían antes, también?
— Sí.
No quería, pero he de darle de nuevo la razón al gato; y ya que he mencionado a Vox (¿sí?), hablaré de los políticos y de su utilidad real cuando las cosas pintan como la cosa pinta. Compadezco al señor presidente (alguien tendrá que estudiar la trayectoria de este chico), y me hace gracia esa postura inútil de la oposición, limitada al viejo «si me dejases el sitio». Por una vez y, sin que sirva de precedente, le agradeceríamos mucho a quienes aspiran a tener un poder que no tienen que se lavasen las manos.
— Mejor, más a fondo.
No vamos a morir, ya lo sabíamos, pero hemos de morir, ya lo sabemos, así que esta es una cuestión distinta, una que tiene que ver con quién paga por mantenernos vivos antes de que la lógica biológica nos lleve. Sí, vamos a pagar. Pasaremos lo peor y, luego nos empezarán a descontar el coste de una crisis en la que nos hemos comportado como verdaderos jabatos y jabalinas defendiendo el sistema que nos exprime y humilla. Somos, en efecto, no tanto grandes frente a la circunstancia sino deudores de nuestra penosísima circunstancia.
Lo que no desaparecerá será la publicidad, ya aprovechando la circunstancia, ni el miedo. El miedo es a volvernos, devaluada la fuerza del trabajo, objeto y fin de otro mercado nuevo, prenoto, a que el capitalismo comprenda que el chantaje es más barato que el mensaje, a que empiece a obligarnos a pagar por simplemente vivir, a que lo consintamos, a que le permitamos privatizar la democracia.
— ¿No lo habíamos hecho ya?
En Magaz de Abajo sabemos más que de sobra que la justicia se compra, el poder se demuestra, la belleza se ignora, la riqueza se inventa, la cultura se humilla, la medicina se vende, la representación se sufre y la verdad se perdió entre las viñas hace ya muchos años. Tenemos nuestros defectos fruto del mundo que nos acorrala, somos así de españoles; y obedeceremos si toca, aunque no para siempre. Para siempre no.
Pero como obedecer, obedecemos, y como somos viejos, hemos decidido morirnos de otra cosa que no sea el coronavirus: de trabajar por nada, de olvido, de vacío, de desconexión, de sensación de no pertenecer a la misma comunidad que la gente de las ciudades, de pobreza, de agravio comparativo… A lo mejor nos empuja un secreto mandato del darwinismo social, a lo mejor salvamos al capitalismo como el neopreno al irresponsable. Seguro que contribuimos, por lo menos, a descongestionar la sanidad pública. Menos es nada.
Post Scriptum: Si el gobernador de Texas dejase de tirarse pedos, el mundo sería un lugar mejor. La verdad es que tenía pensado morirme en cualquier momento, pero lo voy a posponer sólo para darme el gusto de leer su esquela.