Me he levantado a las seis de la mañana para terminar algunas tareas y empezar a recoger la casa. No me ha costado porque el único exceso que nos permitimos ayer fue ver el partido del Real Madrid contra el Villarreal en el “Aitor” de Cacabelos. No teníamos intención de hacerlo, pero entramos a tomar allí un vino porque a Secun (que no venía) le encantan las aceitunas rellenas que ponen, y descubrimos el que sin duda es el mejor bar del mundo para ver fútbol. Cada vez que marcaba los de blanco se encendían unas luces de discoteca y la música, a todo volumen, lo celebraba con ritmos caribeños. Los parroquianos rugían y, al final, estábamos sentados y charlando con quién quiera que fuese desde la fraternidad que confiere haber sobrevivido a una confrontación peligrosa.
La idea era estar de vuelta en Madrid antes de las ocho. Lucas no se fiaba de modo que no hizo planes. Buena decisión, como se verá. De todos modos tiene sus cosas en orden desde ayer, así que está listo para estar listo en cuanto oiga la campana. Como hemos puesto veneno para ratones el pobre Cato no puede pasar la mañana en la huerta, casi mejor; porque desde que nos hemos levantado (Raquel y yo) sabe que nos vamos. El perro Cato no puede soportar la absurda idea de que nos vayamos sin él.
– Como si fuese fácil olvidarse de una bestia tan bonita, le mima Raquel.
– Ya, por si acaso.
«Por si acaso» se enreda en todo lo que hagamos, olisquea todo, traslada sus juguetes de un lado a otro sin plan reconocible y no deja de lloriquear. Pero, de pronto, se ha quedado mirando fijamente el arcón de plástico rígido que, en una esquina del jardín, sirve para guardar las colchonetas y que nos disponíamos a meter en la bodega.
– Ahí detrás hay algo, dice Raquel. Espero que no sean babosas.
– Dudo mucho que sean babosas, Cato las ignoraría. No: se trata de algo más grande.
– Sí, dice Cato. – Algo más grande.
– Vale, yo me llevo al perrín y tú miras, ordena Raquel en una fracción de segundo.
– Sí, llévate al perrín. Juan Carlos y yo solucionaremos esto.
– «Tú» eres «el perrín», lumbrera.
– ¿Yo?, pregunta Raquel.
– Cato, no tú, Cato. Hablaba con Cato. Está algo confuso.
– Estás como una cabra, Suñén. ¡Cato! Vamos, vamos, a la cocina «perrín».
Cato se marcha con Raquel mirándome con cara de abnegación. No sin cierta aprensión separo el arcón de la tapia y ¿qué dirían que encuentro? Tres gatitos, eso es, tres gatitos de unos cuarenta o cincuenta días. La madre debió considerar inseguro su refugio anterior y los ha trasladado aquí quizá esta misma mañana. Uno es gris y blanco, atigrado, de pelo corto; otro es manchado, blanco y negro, de pelo corto también, y con cara de bobo (aunque muy guapo, a lo Valentino); el tercero es un enigma: se trata de un gato Colourpoint, desde luego no puro (lo que se infiere viendo a sus hermanos), pero de una espectacular belleza: pelo largo, ojos de un intenso y brillante azul zafiro, manto ceniza con reflejos malvas, blanco collar y la cara (tachada por una cruz más oscura), las orejas, las patas y la cola color café. Alargo el brazo hacia ellos y es el único que no bufa. Lo cojo del pellejo del cuello, lo levanto a la altura de mi cabeza y le digo:
– Te llamas Pangur.
– Miiaaañiiiau.
– Eso: Pangur.
El Colourpoint es como un siamés pero con el pelo largo, pero ahora parece una sociable bolita de nieve sucia con pinchos. En cuanto Raquel lo ve la decisión está tomada y eso nos va a retrasar un poco porque, antes de ponerse en carretera, hay que buscarle a Pangur la impedimenta mínima para que pueda sobrevivir en un piso. Buscamos una cesta que le sirva (la mayoría le vienen demasiado grandes) y nos ponemos manos a la obra. Lucas, que acaba de salir de la ducha se suma a la excursión. Cato se queda llorando, convencido de que su peor pesadilla se ha cumplido por fin y lo dejan por un gato.
– Todos salen ganando, dice Lucas en el coche para consolarse de la sensación de que nuestra elección se ha fundamentado en la apariencia externa. – La madre sólo tiene que sacar adelante a dos cachorros en un ambiente tan duro como puede serlo el otoño de Magaz de Abajo, y este privilegiado se va a criar como un señor.
– Miiaaañiiiau.
– ¿Con este también piensas hablar?, pregunta Raquel.
– No lo sé, mujer. Todavía es muy pequeñín.
La canastilla básica de un gatito de cuarenta días sale por unos cien euros entre comedero, camita (sin garantía de uso), tierra, contenedor, paleta, peines, desparasitadores interno y externo, comida, juguetes y golosinas. En Madrid nos ocuparemos de su primera consulta veterinaria y de hacerle los papeles.
Finalmente y después de picar algo en Ponferrada, volver a recoger a Cato (para su sorpresa), cerrar la casa y cargar toda la fruta que ha cabido entre los escasos huecos del equipaje, salimos casi a las seis de la tarde. Raquel conduce y Pangur, que no deja de maullar, se desespera a mis pies en una cesta con ventanitas por las que puede sacar las zarpas y engancharme los pantalones. Detrás, Cato se ha percatado de la presencia del polizón y no deja de ladrar, así que Lucas, que es un santo, no va a poder dormir. El viaje, en pocas palabras, ha sido uno de los peores que recordamos; pero finalmente Rubén ha recogido a su «perrín», Lucas ha vuelto a su casa y Raquel y yo, en varias tandas, hemos conseguido descargar el coche y acomodar a nuestra nueva mascota.
Pensé que, al abrir la cesta, iba a salir dando saltos como un poseso, e intentando hacernos tiras, pero se ha limitado a asomar la cabeza y decir:
– Miiaaañiiiau.
Va detrás de nosotros a todas partes. Si corremos corre y si nos paramos se para. Lo que más le gusta es que nos paremos: entonces se acurruca entre nuestros pies y se queda quieto. Ha comido y ha bebido y ha hecho pis al lado justo de la bandeja de tierra. Raquel se ha ido a acostar hace un rato y yo, que me he quedado escribiendo, he dejado a Pangur trepar por la pernera de mi pantalón. Ahora duerme confiadamente sobre mis rodillas encantado de tener un amito noctambulo. Mañana será otro día, pero lo recibiremos tocados de la irónica majestad de quienes, un verano más, han conseguido sobrevivirse a sí mismos.