Anoche soñó servidor que se moría y se iba al cielo y, allí, buscaban su nombre en una lista y, como figuraba, le daban un pico y una pala y le asignaban a una cuadrilla. Servidor no es Iker Jiménez, y no confundiría nunca la «fe» con «el inconsciente colectivo», ni la creencia con la negociación, y si lo hiciera no sería con buenas intenciones hacia los respectivos creyentes. Es más bien escéptico, un servidor, y lógicamente semejante sueño le ha perturbado de forma considerable y sorpresiva.
No es un sueño religioso, aunque sí es seguramente exclusivo de una educación cristiana; ni es un sueño joungniano, aunque sí interpretable desde una cultura con mala conciencia literalista, como es la nuestra. Y eso -el hecho de que sea un sueño evidentemente cultural- es lo que más le inquieta a un servidor, si no lo único. Algo malo le debe estar pasando a un servidor si ha comenzado a pensar en sueños.
¿Dónde está la línea de la salvación? En algún momento morir significaba liberarse de la dureza de la vida, pero tras siglos de perfeccionamiento, los seres humanos llegamos, al menos en esta zona del planeta, a permitirnos pensar que la vida, en sí misma, tenía valor. La frontera, entonces, descendió a proporciones asequibles y, sin necesidad de morir, los hombres podían aspirar a la satisfacción. El hombre comenzó a soñar con el pensamiento -que es justo lo contraría de lo que le ha pasado a un servidor, que se ha echado a dormir en el pensamiento, o que se ha puesto a pensar dormido, o lo que sea más contra natura.
Servidor, claro está, habla del hombre corriente, del común y no de los gorilas, porque él mismo es un ejemplar representativo socialmente hablando. Servidor siempre ha tenido frío cuando hacía frío y hambre cuando había hambre y miedo cuando tocaba. El gorila, contrariamente, se aferra a un comportamiento condenado por la evolución hace miles de años, aunque no por minoritario poco exitoso aún. El gorila supone a pesar de su escaso número una seria competencia. Es el producto de una mujer a la que no se le permitió abortar, de una educación pagada y de una religión a prueba de despilfarro, sí, pero por eso mismo es un mal adversario cuya única baza es convertirnos en perros cuyo cielo sea agradar (que, desde el lado gorila de cualquier frase, significa estar agradecido) y esté hecho de palos.
Eran de oro y plata, engastados en madera de cedro del Líbano, el pico y la pala que le dieron en el cielo a un servidor. Y estaban adornados con grandes lazos de seda blanca rematados por sutilísimos brocados de lágrimas de virgen por las abuelas de los patriarcas. Se los entregaron tras hacerle firmar un recibo. Y su cuadrilla esperaba a un servidor cantando salmos y más salmos al ritmo de los gélidos martillos pilones de quienes habían sido más santos que un servidor.
De hecho, servidor ha soñado que iba al cielo «de favor» (ya saben: porque conocía «a alguien») y le salía el tiro por la culata. Por eso hoy, servidor, se ha quedado bebiendo ginebra sola hasta las cinco de la mañana. Para no volver a acordarse de lo que sueña, que no son más que tonterías.