Ahora sabemos que, muy de vez en cuando, en la casa suceden cosas de las que no nos enteramos. Una planta que se seca o que rebrota, o un reloj extraviado, son acontecimientos previsibles y por lo mismo fáciles de percibir. Pero una lagartija viviendo en la bodeguita puede pasar desapercibida durante meses, si es juiciosa.
— Es pequeña, le recuerda Raquel a un servidor.
Es pequeña, sí, aunque creciendo. Y no es bonita. A Raquel no le gusta, desde luego, pero no llega a odiarla (sólo odia a las cucarachas), de modo que hemos convivido con ella sin demasiados sobresaltos hasta que le ha dado por lanzarse al fregadero en cuanto la dejamos sola.
— Tres veces.
— En dos días. No la defiendas.
La pobre intenta escapar, pero se escurre y se agota. Ignora servidor qué la hace bajar, seguramente las grandes posibilidades de cazar mosquitos fáciles en el desagüe del fregadero, o la sed, pero desde luego sólo sube si servidor la ayuda con un trozo de cartón que ya se ha quedado ahí para eso, de modo que servidor, finalmente, ha tomado una decisión:
— La suelto al camino. Aquí no se puede quedar. Aquí se caerá al fregadero no estando nosotros y morirá de inanición en pocos días. ¡Vamos!
Raquel se pone de pié de un salto, se cuadra y me saluda militarmente.
– No se ría soldado Raquel. Hablo en serio.
– ¿Cómo cuando dice que va a cazar una lagartija y a sacarla de casa, mi capitán?
– Ya veremos…
La operación resultó sencilla porque, como ya habrán adivinado los desde aquí indistinguibles lectores de un servidor, la lagartija estaba en el fregadero. Hacerla entrar en un vaso de plástico, taparlo con el cartón y llevarla hasta los confines de la finca para lanzarla por encima de la tapia (como si no supiese trepar) resultó ser un agradable paseo. O lo resultó hasta que, ya de regreso, Raquel dijo:
— Las has lanzado por encima de la tapia…
— No se ha hecho daño. Tiene otra vida, eso es todo. Confía en ella.
— … sin mirarla a los ojos.
Iba a contestar servidor que tampoco era tan amiga, pero es cierto que si expulsas a alguien de un territorio que creía suyo deberías, al menos, hacerlo mirándolo a los ojos.
— ¿Dónde tienen los ojos las lagartijas?, pregunto.
— ¿Detrás de la boca?
El día ha estado oscuro, a rachas. Después de cenar hemos visto una película sorprendente, de las que devuelven la confianza en las imágenes: Caché, de Michael Haneke. Ahora, en la biblioteca, Raquel lee algo, puede que Mozar, camino de Praga, de Eduard Mörike, y suena Bach, el único músico cuya obra se comprendería en otras galaxias. Servidor escribe esto tomándose un Zacapa, su ron favorito, y el único que tomará hoy.
— A lo mejor quería haberse llevado algo, dice Raquel.
— ¿El fregadero?
— Pues mira, ahora que lo dices, podías tirarlo como a la lagartija y poner uno decente.
— Vale.
— ¿Tú qué te llevarías?, pregunta de pronto Raquel. — Quiero decir si hubiese otra vida, o si tuvieses que desaparecer de pronto hacia un lugar desconocido… ¿Qué te llevarías?
— ¿Un enchufe?
Raquel ha golpeado a un servidor en el hombro, merecidamente.
— ¿Mi armónica?
— Tú tocas la batería, cielo.
El calificativo no ha evitado otro golpe, aunque ha parecido más flojo. Servidor está respondiendo mal.
— ¿El microondas?
— ¿Sin enchufe?
Van tres. Así que servidor se levanta a colocar a los alemanes arriba y a bajar a los portugueses. Raquel le acerca La montaña mágica y servidor, encaramado en la escalera, le pasa a Da Cunha.
— Pareces una lagartija intentando trepar por el fregadero, dice Raquel.