Charles Simic: El mundo no se acaba

Unos zapatos, después de todo


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– Traducción y prólogo de Mario Lucarda.
DVD. Barcelona, 1999. 160 págs.

Charles Simic (Yugoslavia, 1938) es uno de los más reconocidos poetas de EE.UU., donde vive desde 1949. Simic, hoy profesor en la Universidad de New Hampshire, llegó a Estados Unidos con su familia al término de la Segunda Guerra Mundial. Allí ha publicado hasta hoy una extensa y reconocida obra poética de la que prácticamente nada sabíamos en nuestro país hasta la aparición de esta dignísima traducción de Mario Lucarda que, bajo el título de El mundo no se acaba y otros poemas reúne uno de los mejores libros (dicho sin menoscabo de Dismantling the Silence o de Hotel Insomnia) del autor (Premio Pulitzer en 1990) y una muestra de su trabajo más actual junto a algunos de sus primeros poemas.

«La bóveda celeste estaba llena de pequeños oídos sordos y encogidos en vez de estrellas». Es una de las primeras frases del largo poema que constituye «El mundo no se acaba». Y un buen ejemplo de la especie de maestría con que Simic convoca la inquietud del lector.

El texto no menciona la guerra, pero cubre su rastro como un extraño velo: de aumento. Y lo que parece historieta, o cuento popular, golpe de ingenio o canción infantil, termina desembocando siempre en la soledad y la tristeza de unos hombres y mujeres abrumados por un sufrimiento que no acusa, un sufrimiento que es el extrañamiento frente a un dedo que señala sin explicarse, que no viene de parte alguna, pero que viene a dejarnos ya para siempre su huella pegajosa, sucia. «Nunca desde los inicios del mundo ha habido tan poca luz». Y, más adelante, rozando el límite mismo del terror: «Por la mañana ni siquiera había nubes en el cielo. Vimos algunos cuervos que se acicalaban al borde de la carretera; en el tendedero de la ciega las camisas levantaban sus mangas vacías».

Centrándose en los mundos más pequeños (el recuerdo, la fábula, el juego) Simic le arranca a la historia una proximidad que nos permite oler su desnudez, sentir su filo sobre el ojo despierto de la ironía, no sobre el párpado (cerrado siempre) de lo sensiblero. Uno de los otros poemas, el titulado «Prodigio», es un magnífico ejemplo de la habilidad de Simic para poner de manifiesto lo dramático sin permitir que entre en el foco de lo relatado. El poema habla de ajedrez. Es el relato de un hombre que aprendió a jugar un verano en que (le dijeron, pero no lo cree) se vio «hombres colgados de los postes del teléfono». Continúa:

Recuerdo a mi madre
tapándome los ojos muchas veces.
Tenía un modo de envolverme la cabeza
repentinamente bajo su abrigo.
Es un recurso de eficacia decididamente clásica. Termina:
En ajedrez, también, el catedrático me dijo
que los maestros jugaban con los ojos tapados,
los grandes en varias partidas
al mismo tiempo.

Lo narrado tan sólo sirve al clima; no refiere: contagia. Así, lo que puede empezar como una simple anécdota, casi un juego, deja sobre el papel la chispa de una premonición, quizá memoria sellada, que de inmediato se abisma, nos muestra la densa edad de esa sombra que crece a nuestras espaldas y que a menudo preferimos no ver también frente a nosotros: «La tiza blanca chirría una vez entre los signos de más y menos, y luego se calla de nuevo».

Sólo la infancia, pero una infancia adulta en lo colectivo, crecida allí como una seguridad necesaria, como eso cuyo recuerdo bien podría salvar nos, tiene el poder de recordarnos que nuestro único pecado original fue saber aceptar el misterio: «Recuerdo», dijo alguien, «cómo en los viejos tiempos uno podía convertir a un lobo en hombre y luego hablar de ello tanto como quisiera». Cuando ese habla se detiene, cuando esa cháchara cesa, sólo el silencio habla. Y lo hace tiñendo cuanto sucede en él: «En el silencio tu corazón suena como un grillo negro». A pesar de lo cual la vida, esa «amante de múltiples decepciones», insiste y nos reclama. Y nosotros gritamos «¡ya voy!» y corremos tras ella, a no perdernos «una estación de tren con el reloj parado a las cinco y cinco». Queda la habitación, la oficina del jefe de estación, la verdad absoluta de lo que somos bajo el peso del universo: la habitación vacía, las ventanas abiertas.

El amor tiene la forma de una cabeza de muñeca arrojada a la playa por el océano: ojos rasgados y oscuros, piel quebradiza y blanca: Caminamos, nos inclinamos sobre ella y la contemplamos hasta que cae la noche. Le inventamos historias hasta la noche. Hasta que descubrimos que nuestro ángel de la guarda (que «tiene miedo a la oscuridad») ha huido. Para entonces uno «podría tener ya cien años, y ella ser sólo una chiquilla con gafas que tiene sueño». Llega del mismo lugar, sale del mismo sitio. El amor a la costa desconocida al otro lado del mundo, el amor a la niña que necesita un sueño tuyo antes del sueño suyo. Llena de ecos caseros nuestro cuarto vacío. (Volverá a aparecer esa cabeza de muñeca, en el poema titulado «Escena callejera». Un ciego la alza para que el hombre la vea).

Pero se trata de ecos, de relatos inacabados sobre una fosa común. «El largo y divagante poema de amor cuya última estrofa (desconocida para ti) se ha perdido irremediablemente» no puede ya ser cantado. Ni por Whitman ni por Nietzsche. Su eco parece resonar en las cosas, y solamente en ellas, descansar en el alma de los objetos inanimados como si ya no quedase nadie. Unos zapatos, después de todo, saben más de nosotros que el psicoanálisis. Y si las cosas encuentran, si llegan a encontrar alguna vez, de nuevo, el engrudo capaz de devolverlas a un solo, sólido mundo, será en su propio interior, en su propio silencio frente al pasar de un tiempo que no es el nuestro. Simic es el poeta de los objetos. Se detiene a recuperar en ellos un miedo esclarecedor, un hilo oscuro hasta lo que (no) somos. Cucharas, relojes, zapatos, amor, piedras, guerra, hojas… La materia en su pura exterioridad, la que parece andar siempre repitiendo lo mismo al oído a la conciencia:

Sólo a ti te tocó llegar
en el último tren de la tarde
a donde nadie te esperaba.

Allí la última estrofa amenaza al hermoso suicida.

Mario Lucarda firma, además de la traducción, un más que suficiente prólogo para que el lector (si es que he sabido yo ponerle los dientes largos) se acerque a la obra de Simic con las claves que exige. No se arrepentirá.

ABC Cultural. 2 de octubre de 1999