B. Traven: La nave de los muertos

Un pecio


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– Traducción del Alemán de R. Bravo de la Varga.
Acantilado, Barcelona 2009

Lo más fácil sería aludir al enigma. Traven era uno de esos autores ocultos que ya comienzan a ser legión en la historia de la literatura. No un autor desconocido o un seudónimo empleado a falta de mejor marca. B. Traven no es un autor cuya identidad desconocemos, sino que (como Pynchon o Salinger) es un conocido escritor cuya identidad se nos niega, lo que lo hace interesante. Pero no es interesante así durante mucho tiempo: el testimonio de un par de viudas y un puñado de fotos bastarían para desenmascarar al personaje e iluminar su secreto; aunque eso sería (¡oh, realidad de las máscaras!) traicionar al hombre.

Decir, tras lo apuntado, que esta es, probablemente, la novela de B. Traven que más se acerca a la experiencia vital, a la verdadera historia del propietario del seudónimo es una afirmación necesaria sin la cual la lectura no sería lo mismo. Estas líneas no valdrían ni lo poco que ocupan si no recomendasen al lector no perder de vista al autor durante la lectura de una historia que muy bien podría conjurar cierta muerte simbólica…

Y una vez señalado que no se puede eliminar de la obra lo que tiene de mapa personal, de rastro consciente, queda añadir circunstancia y oportunidad; dos elementos que rara vez van juntos en literatura. Circunstancia: final de la Primera Guerra mundial en una Europa ensimismada en el nacionalismo hedonista, el capitalismo ingenuo y la frustración burguesa. Oportunidad: ninguna. ¿Por qué escribir una novela trágica y desenfadada, anarquista y benigna, optimista y desoladora?
No voy a responder, porque es pregunta que enmascara otra de personal fuste y calado. ¿Por qué este crítico (humilde en su madurez) ha disfrutado tanto con una novela escrita “a la antigua usanza”, sin un esquema visiblemente premeditado, descuidada a ratos y (por añadidura) narrada por un muerto naturalmente no demasiado fiable?

Pues pudiera ser, para empezar, porque lo que deseaba B. Traven (¿1882,1890?-1969) al escribirla era (“pudiera ser”, digo) comunicarnos de la manera más amable posible que estamos vivos sólo nominalmente. Algo que quizás hoy no nos parecería especialmente ingenioso (ya hemos leído El miedo del portero al penalty, de Handke, por citar una sola entre tantas metáforas sobre la disolución de lo privado en lo extraño, de lo público en lo ajeno), pero que en el momento de su publicación (1926) constituía una transgresión total y absoluta de las mínimas normas del decoro narrativo. Normas que B. Traven se salta como si se tratase del mismísimo Chesterton. ¡Chapó!

Eso me gusta: esa forma de narrar disfrutando. B. disfruta de la voz narrativa: el marinero poseedor de una ironía innata, pero a su vez reforzada por el cúmulo de motivos que su supervivencia, fracasada, aporta a una existencia que podría no haber tenido lugar. Porque, de hecho, lo primero que percibimos al adentrarnos en la novela es que todo lo que va a contarnos el personaje podría no importarnos nada. ¿Qué importa un muerto más sobre la tierra a estas alturas de la civilización? Podría no importarnos nada, pero nos importa mucho.

Ahí se pone de manifiesto la inteligencia de B. Traven, capaz de relajarse en cuanto a la elaboración de una urdimbre, pero incapaz de dejar escapar al lector una vez que ha captado su atención. Sabe contar las cosas. Virtud que lo salva como autor porque lo salva como personaje y que, consecuentemente, hace saltar a la historia desde lo real a lo literario mientras el lector navega entre lo inverosímil y lo fascinante. Todo ello descaradamente, salvándose como se salva una frase: no por su magisterio esclarecedor, sino por su enunciación necesaria. También me gusta porque, pudiendo haber sido más larga, deja al lector suplir, en reposo, lo que la acción prefiere obviar (un buen lector no hará aquí grandes distingos entre elipsis y descuidos).

Sumemos que el narrador, claramente, no es quien dice ser ni cuenta “exactamente” lo que pasó (a veces se desdobla o se auto parodia; no es difícil que a un lector precipitado se le escapen estas cosas, pero estar, están). Podría ser una forma de decirnos que esta historia, este viaje, es la historia, es el viaje de todos. Nietzsche pudo haberla leído con interés, pero no pudo ser. Sin embargo ambos debieron leer con hermosa fruición a Max Stiner. Ya lo sé: este último comentario parece algo críptico, pero hagan ustedes el esfuerzo y permítanme ahorrarme una digresión menos útil que larga.

Resumiendo: Un hombre que desea no ser reconocido escribe su particular versión de La nave de los locos de Sebastian Brand desde el punto de vista de un perdedor que sabe lo más importante: sólo el perdedor puede estar seguro de que dice su verdad y no otra, pues ha hecho el viaje sin dejar que sea el viaje quien lo haga a él. Y esa seguridad es también la única dignidad que la épica contiene (porque hablamos de una novela épica, sí). Laurence Sterne habló muchas clases de viajeros. Para ceñirnos a su catalogación deberíamos comenzar la novela siguiendo a un viajero embustero convertido en viajero por necesidad, quizás delincuente, quizá inocente e infortunado, que terminará por convertirnos a nosotros, lectores agradecidos, en curiosos y verdaderos sentimentales: curiosos, digo, porque acabaremos tan seducidos que creeremos, en efecto, estar viajando a través de una desgracia romántica y no, como es de hecho, de una fábula política.

Sinopsis: un hombre capaz de hacernos creer cualquier historia, porque sabe que es más importante un guionista que uno que se enrola de marinero, abandona el barco durante un breve permiso, conoce a una chica con una historia (triste) que contar y (lógicamente) pierde el barco y, con él, sus “papeles”. A partir de ese momento (página tres; no crean que destripo la novela) deberá cruzar Europa intentando demostrar que existe. A veces el esfuerzo será desesperante, otras, necesaria garantía de inmunidad, pero nunca suficiente para adquirir carta de existencia. Buscando la libertad hemos acabado asfixiándola bajo una montaña de burocracia tan timorata como injusta. De eso muere este personaje: de democracia (ni “en” ni “por”). Lo hermoso es que se trata de una voz que litiga contra un texto.

— Pero al final el personaje no muere, dirán ustedes.
— No, no lo hace. ¿Cómo va a morir alguien cuya vida no ha sido previamente certificada?
— Certificándola “posteriormente”.

Pues eso cuenta la novela: la vida de los muertos. Todo acontecimiento traumático, revolucionario o no, termina arrojando su cifra de muertos, algunos oficiales, otros no tanto, otros sencillamente son descartados, ignorados o culpabilizados porque sus perfiles no encajan en el nuevo molde, en el diseño de nuestros hermosos estados igualitarios, enemigo de ciertas despreocupaciones que embellecían los viejos usos… Esa muerte es la que, desde un anarquismo lúcido e inclemente nos narra el personaje del personaje, la máscara de la máscara de un autor que quizás nunca desveló su verdadera identidad por pura delicadeza (hacia Méjico, su tierra de adopción). Y si hubiese contado la muerte de los otros, de los vivos, no les estaría recomendando su lectura, no hoy. Hoy gana actualidad.

De modo que ha sido, sobre otras virtudes, esa manera de narrar sin complejos, disfrutando y sabiendo que toda raíz narrativa es oral, lo que me ha movido a decidir que esta podría ser la gran novela redescubierta del año uno de la Gran Crisis.

Aunque este crítico ya tenía leídas del autor Puente en la selva y El tesoro de Sierra Madre (¿recuerdan a Bogart en aquella película?) y lo guardaba mentalmente situado en el lugar cómodo de los buenos autores, necesarios aunque, quizás, sin verdadero genio, este libro le ha hecho reflexionar sobre el arte de la novela y su utilidad siempre en solfa; lo ha hecho: eso y entretenerle y, por añadidura, replantearse el escalafón o, al menos, prometerse pensar en ello. No es cosa fácil sacar, aunque a ratos casi descuidamente (y no olvidemos que se trata presumiblemente de su primera novela), a flote una pesadilla entretenidísima, una denuncia divertida (en ocasiones hasta la carcajada) y un drama tan serio como moderno, de un tirón. Traven lo hace.