No debería de ser noticia que abucheen a Werty, pero lo han vuelto a hacer (esta vez un público con tantos bemoles como el del Teatro Real) y la prensa, con más o menos acritud pero puntual profesionalidad, ha vuelto a contarlo. El caso es que debe de gustarle, porque han tenido que ser sus propios compañeros de partido los que le saquen de la cabeza a Werty el masoquismo nostálgico y esa extraña idea de que un estudiante con menos de un seis con cinco de media no debería seguir en la Universidad si es pobre. También servidor se pregunta si un político valorado por los ciudadanos con un uno con nueve debe seguir cobrando del erario. Claro que si echamos cuentas no es de los peores de la clase (perdón, sí, sí lo es: fallo de un servidor). En general estos gobernantes nuestros exhiben unas cifras de fracaso tan alarmantes que es difícil creer que haya unos peores que otros; pero Werty, en valoración de la ciudadanía, que es la reválida de cualquier político que se precie, saca un uno con nueve, la nota más baja.
Por suerte la mayoría ha cazado esta vez la trampa al vuelo. No se ha visto tan clara, sin embargo, la que se agazapa tras la obligatoriedad de la asignatura de religión, asunto en el que los partidarios se defienden con insistencia y una gran cantidad de indiferentes callan. ¿Cree alguien, a estas alturas de la película, en serio, que la religión está ahí porque ocupa un papel fundamental en la comprensión de nuestra historia, capital en la formación de nuestro pensamiento e imprescindible en el relato de nuestras artes? ¿Alguien se cree en serio que el motivo sea ese? Porque para eso no se necesita la intervención de un patrón tan parcial como la Iglesia. La religión, por sí misma, en sí misma, nunca fue una sabiduría aséptica, y por mucho que queramos defender su utilidad humanista y humanitaria en ciertos periodos, su ascenso ahora a la categoría de asignatura específica («encapsulada» diría Werty) sólo puede responder a propósitos políticos. No es como si, de repente, el conocimiento del programa electoral del PP sirviese para subir nota, es peor. ¿Puede alguien dudar de que la religión, en este nuevo siglo marcado por el desvelamiento de un pacto entre poderes que servidor no puede calificar más que de siniestro, es una vía de adoctrinamiento conservador, e incluso retrógrado? La religión no es inocente, en absoluto es inocente, e incluirla en el programa escolar con honores de disciplina inexcusable es (además de un atentado a los derechos de ese más de 23% de españoles que se declara ateo e incluso de ese 65,5% que «pasa» de la religión) una maniobra que no responde a ninguna necesidad formativa real, sino al espíritu prusiano del petit franquismo, a la envenenada convicción de que el Estado debe educar ciudadanos obedientes, sufridos y asustados. Una providencia trina y una legión de muertos con aureola a quienes suplicar mejor suerte. En su viñeta del 22 de junio rogaba El Roto una oración por el eterno descanso de los difuntos que nos gobiernan. Eso es. O a lo mejor es que ya no hay vivos y muertos, como no hay cara A y cara B en los discos.
Antiguamente las cosas tenían dos caras, e igual que a los microsurcos, que entonces se llamaban discos y ahora se llaman vinilos como si la palabra disco se la hubiese quedado alguien, se le daba la vuelta a casi todo a ver qué pasaba. Incluso a la tortilla, en el aire, o a las páginas de los libros (que ahora se llaman lectores, limitando la intervención del usuario a la contemplación del objeto). Uno le daba la vuelta a la página de un libro y se podía encontrar con la refutación de lo precedente, pero le da la vuelta a un «lector» y se encuentra unas advertencias en chino sobre la propiedad del sistema. Las hojas pasan, como los acontecimientos, fingidamente, e intentar darle a algo una vuelta real es ser antisistema. Ni los Duques de Cambridge quieren saber si el bebé que esperan será niño o niña, condenándolo a un estado tan inquietante para los amantes de la prensa del corazón como el del gato de Schrödinger para la sociedad protectora de animales. Por cierto, que el gato de un servidor, que llevaba sin aparecer dos días (es que si el uno peca de locuaz y perdidizo a partes iguales, como saben sus lectores, el otro lo hace de lo segundo a tiempo completo) acaba de entrar por la puerta.
— ¿Dónde has estado?
— ¿Yo? Por aquí…
También la política tenía, antiguamente dos caras. Pero desde este pacto PSOE-PP que tantísima responsabilidad supone ya tiene también sólo una, oficialmente. Y es que todo en el petit franquismo tiende a la moderación, y la moderación sólo tiene una cara. Usted, o usted, por ejemplo, dice: «Robar es malo». La respuesta será: «Peor es la guerra». Y si como aquel personaje de Fontanarrosa, Inodoro Pereyra (el renegáu) responde usted, o usted, que es aún peor robar en la guerra, ya se está arriesgando a recibir el correspondiente correctivo en forma de martillazo al hereje. Pero el petit franquismo es eso: robar en la guerra. Y también ser moderado, normal, buen cristiano: huir de los extremos. Huir.
Cierto literato de renombre ha dicho que todos los dictadores son iguales, sean de derechas o de izquierdas. Unas declaraciones tan intachables que es difícil advertir que pecan, también, de ese aplanamiento de lo real que hace que los políticos sólo tengan una cara, o que seis con cinco sea igual que uno con nueve. La naturaleza de la causa no legitima la injusticia cometida en su nombre, ¿cómo no estar de acuerdo con eso? Por eso condenamos unánimemente el genocidio comunista y el capitalista (servidor no ha dicho «nazi» conscientemente, para evitar una incoherencia categorial). Pero no conviene olvidar la distinta naturaleza de las causas. No conviene que la palabra totalitarismo enmascare discusiones sobre el opuesto sentido que imprime cada ideología a la función del estado, que nos distraiga de la escabrosa posibilidad de un totalitarismo democrático que está al caer o nos disuada de darle la vuelta, con todas sus consecuencias, a un futuro (esta vez sí) más muerto que vivo. Hay diferencias que son esenciales. Y tampoco todas las nostalgias, ni todos los masoquismos, son iguales.
Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, pero no al hipotecar el piso o apurar la tarjeta de crédito que tan amablemente nos enviaban a casa, sino invirtiendo nuestros impuestos (y nuestras ilusiones) ingenuamente en mantener a una casta política incapaz de hacer su trabajo salvo que su trabajo fuese clavar el disco al plato. El error se cometió en la transición, aunque se pague ahora. Antonio Gamoneda lo masticaba entonces con lucidez y tristeza en Descripción de la mentira. Más tarde y con menos éxito, servidor quiso hablar en La prisa de la corrupción de ciertas expectativas. ¿Para qué? Para nada; servidor ya sabe que todo lo que no sea cantarle a los deseos más pueriles en el lenguaje de los misterios cursis («la libertad es una mariposa dormida sobre la escarcha de los teletipos») es cantar por encima de nuestras posibilidades. Pero aún así se deja las uñas por darle la vuelta al plato. ¿Y qué? Pues nada, que está clavado y bien clavado. Lo de servidor, como lo de otros colegas, debe ser pura nostalgia, si no masoquismo.
El progreso anuncia ahora que estamos a punto de tener derecho a escoger el sexo de nuestros hijos. Como si la palabra escoger no supusiera la asunción de las diferencias establecidas por quien concede.