Resulta que durante la epidemia de gripe de 1918, en América de Arriba, ya había quienes se negaban a ponerse la mascarilla alegando que su obligatoriedad respondía a caprichos puramente dictatoriales, incluso algún reputado científico hubo que aseguraba que sus barbas eran más eficaces reteniendo virus que cualquier tejido interpuesto entre su libertad violetera y sus santas narices.
A eso hemos llegado enseguida.
Durante la peste europea (siglos antes) apareció la ficticia figura del untador. El untador pringaba cierta sustancia en las puertas y la casa marcada quedaba expuesta a la muerte fatal, condenada al contagio, excluida.
A eso llegaremos en cualquier momento.
Vimos barrios queriendo expulsar a ancianos como si fuesen serpientes y escuchamos insinuar que los jóvenes serían culpables de la muerte de sus buelos. Pero se nos ocultó que esas primeras estadísticas que decían que el virus se cebaba en los viejos eran consecuencia de que se sacrificó a los viejos para no colapsar un sistema sanitario debilitado durante años para procurar beneficios a las arcas privadas.
Nadie responderá por eso. Como no responderá el rey emérito.
He leído muchos artículos que explican porqué es consustancial a la psicología humana un alto grado de desconfianza hacia lo que escapa a su control, y una aversión a cualquier incertidumbre que la debilite, y que (de hecho) tal inclinación no es del todo mala, pues nos evita la parálisis propia de la perplejidad y nos pone sobre aviso de mistificaciones, añagazas, conspiraciones y abusos no poco frecuentes. Posiblemente algunas grandes teorías económicas y sociales se gestaron a partir de dicha desconfianza.
Los seres humanos poseemos esa sensibilidad, esa capacidad para ver el dolor o la crueldad, la belleza o la verdad donde la Historia no ve sino acontecimientos, los animales nada y los periódicos secciones.
Ya no hay secciones. Las secciones son (según veo) lo primero que se lleva por delante una crisis.
Una crisis es algo que debe ser advertido con claridad y notificado con urgencia. Es un problema a resolver, pero también uno que evoluciona, por lo que una crisis se convierte muy pronto en una sección que contamina a todas las demás hasta terminar sometiéndolas a su organigrama repetitivo como la crisis a las crisis.
— No te pierdas.
— No se ha conseguido defender a la población de una crisis económica derivada de lo que sea mediante un ingreso mínimo vital; no se ha derogado la ley mordaza, ni la reforma laboral, ni se ha rescatado a la sanidad pública de su muerte anunciada, ni se ha salvado a la educación de la condena impuesta en su día por los mercaderes de privilegios, ni se ha abordado una reforma fiscal sin la que volveremos a ser los pobres quienes paguemos la tranquilidad de los ricos, ni…
— Los taimados jefazos de siempre.
— Y sus imaginativas maneras de repetir la historia.
Ocurre entonces que, en plena necesidad de fe en el sistema, ante una emergencia real que precisa del liderazgo de nuestros representantes (y de nuestra confianza en ellos), el sistema nos miente ofreciéndonos un espectáculo vacío, impropio, centrado en sus ambiciones de poder, mientras la prensa nos entretiene o nos manipula en todo aquello que escapa a la urgencia real por la vía sentimental, poética o trascendente, y repetitiva. Cuando las noticias son, en realidad, la noticia, opinar es más rentable que informar.
Se disuelve todo aquello que no sea opinar sobre la gestión de la enfermedad, como si el Ministro de tal o de cual lo fuese de paja ante una realidad que sopla sobre su cometido como el lobo del cuento ante la cabaña de los tres cerditos; pero la misma pandemia se disuelve también, zozobra en su gestión como un frágil esquife en un mar de opiniones. Todo se vuelve turbio porque la transparencia se llena de gotitas de saliva que deslumbran a la claridad.
Bárcenas terminará siendo una cortina de humo para ocultar la mala gestión gubernamental, etc… No quería decirlo, pero los argumentos de la derecha siempre me han parecido inferiores a su pretensión, como de niños defendiendo a su padre.
— Los de la izquierda son muy complicados.
— Ya.
No me siento capaz de decir que deberíamos de hacer esto o lo otro. Deberíamos pensar que el modelo no es ese incontestable establecido por Netflix, que el mundo no es lo que nos han dicho y que si hay tanto imbécil soltando incoherencias es porque son hijos de un sistema que durante siglos les convenció (la letra con sangre entra) de que el poder era una gracia de un dios.
¿Es tan raro que haya gente tarada pensando que está siendo el objeto de un experimento subnormal, pero típicamente capitalista? ¿Son culpables de su idiotez semejantes productos o, como los carteristas, son la excrecencia inevitable de un sistema de clases? En serio: ¿no tienen motivos para sentirse engañados?, ¿son sus tonterías más grandes que las que oyen todos los días de boca de sus artistas favoritos, de sus periodistas favoritos, de sus políticos favoritos? En serio: ¿son menos inteligentes que el presidente de América de Arriba?
En Magaz de Abajo nos ponemos la mascarilla y vivimos como siempre por lo demás, juntos pero no cerca. Y aunque a estas alturas casi todos tenemos un positivo en la familia, no le echamos la culpa de eso a nuestro enemigo.
Nuestro enemigo ya nos empobrecía moral y materialmente con sus imposiciones y chulerías siglos antes de que esta cosa lo trastocara todo, así que no le vamos a dejar que nos mate un árbol o nos discuta una linde y le eche la culpa a los chinos. En Magaz de Abajo somos más inteligentes que el presidente de América de Arriba. No confundimos cuidarse con defenderse, pero sabemos hacer las dos cosas. También diferenciamos entre repetición y ritmo. Lo hemos leído en un libro que no escribió nadie, ni dios, ni nadie.