Quiero hablar de ese asunto de la quema del retrato del rey de España, pero me da pereza. Pangur ha hecho su primera visita al veterinario y, en consecuencia, se ha dado su primer paseo por Madrid. Dentro de su cesta-jaula no dejaba de mirarlo todo: automóviles, peatones, escaparates, anuncios. Me hago cargo de cómo se sentía porque se sentía exactamente igual que se siente un servidor cada vez que sale a la calle: experimentando una mezcla de miedo, curiosidad y confianza que no siempre termina bien. En su caso terminó bien porque tuvimos la suerte de no toparnos con el negro justiciero, que es un hombre de color que se dedica a pasear por la ciudad y partirle la cara a todo aquel que se cruza en su camino. No bromeo: se topa contigo y te abofetea sin mediar palabra.
El negro te abofetea y sigue su paseo sin dejarte más sabor de boca que el de un castigo merecido. A un servidor siempre le ha parecido raro que nadie le abofetee por la calle llamándole ladrón cuando menos, o prepotente. Siempre he tenido la sensación de formar parte de un gran fraude llamado Primer Mundo en el que todos fingimos (si bien mediante un elaborado método de coartadas y pruebas y señales) que nuestra condición no es el producto de una realidad injusta. El negro, implacable, cumple una justicia poética a la que no hay forma de contestar. Como a Pangur en su jaula, a todos se nos puede reprochar la protección heredada. Basta con echar un vistazo a la prensa para advertir que vivimos de la desigualdad.
Leo que ha aparecido un hombre muerto en la calle. Un hombre tirado en el suelo con tres cuchillos clavados en el pecho. No me extraña: hay noticias más raras (los militares disparan contra los monjes). Lo que me llama la atención es saber que la policía, tras las primeras pesquisas, está por concluir que los tres cuchillos se los clavó la víctima a sí misma. Hay gente así de torpe. Me imagino al hombre entrando en la armería con un cuchillo clavado en el pecho.
– ¿Tiene cuchillos que maten? Buenos días. Porque este…
– ¡Pero hombre de dios!, criatura, ¿no ve que ese es un cuchillo jamonero? El metal ha pasado entre los intersticios musculares sin hacer mayor daño. Lo que usted necesita es un cuchillo profesional. Le recomiendo el modelo «tigre» que es el que usan los GEO. Garantizado.
– Deme dos, dice el tipo con tono seguro y mostrando al dependiente una ensangrentada tarjeta de crédito.
Dicen que el muerto era fotógrafo, y que había sido abofeteado por un misterioso hombre negro unos días antes, y que desde entonces no dejaba de lloriquear: «No puedo fotografiar más que luz, sólo luz. Luz…»
No hay forma de fotografiar el sentido. Ni al negro justiciero, a punto de convertirse en una leyenda urbana, se le puede tampoco fotografiar. También leo que la muerte ha visitado al hombre de la cara blanca. Tenía que pasar. Marcel Marceau fingió toda su vida ser humano, pero no era más que la risa que nos produce nuestra propia ingenuidad, la tristeza que nos alerta de la falsedad de las máscaras: una sombra espolvoreada de arroz. Se hizo payaso para salvarnos, como otro hijo de Dios. Lo vi con Lucas, no hace mucho, en Madrid. El caso es que murió el mismo día que comenzó a actuar el negro. ¿No les parece raro?
– Pero ¿no ibas a hablar de la quema del retrato del rey?
– ¿Qué retrato?
– Ese que era símbolo de la monarquía, me recuerda Raquel.
– No, cielo. Ese retrato estaba al revés.
– ¿Y?
– Si una cruz invertida no representa a un cristiano, un retrato invertido no simboliza la monarquía. Esos chavales son inocentes.
– Como todos.
– Como todos, salvo que el negativo de Marcel Marceau opine otra cosa y un día les abofetee en plena calle, por disfrazarse de maleantes.
Pensaba que todos somos birmanos cayendo ante las balas de la obcecación y de la codicia; bueno, todos no. No, todos no. Algunos son también sacerdotes. Y algunos son también obcecados codiciosos. Y algunos, imparciales fotógrafos. Un negro anda suelto fingiendo ser la mano que señala el destino. Tengan cuidado.