Contaba en cierta ocasión que si bien me gusta el espectáculo taurino (digamos que «me gustaba» aunque aún no pueda evitar cierta deriva del rabillo del ojo ante ocasionales imágenes de alguna buena faena) estoy decididamente a favor de su abolición. Dicho en otros términos: he de educar mis deseos en virtud de una necesidad de orden superior. La vida es así.
Y lo mismo me ocurre con Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, que siendo de izquierdas (muy de izquierdas) y disfrutando como un niño asustando a los capitostes del Ibex 35, apostando a caballo perdedor y creyendo que la única defensa contra la oligarquía pasa (y pasa) por infligirle un daño material, verdadero, voto a Errejón porque me ha convencido (su singular colectivo argumental) de que, en un momento en el que la sociedad bordea el colapso definitivo, el pensamiento anticapitalista sólo prenderá en una amplia base de consenso en torno a cómo evitar, no a cómo aprovechar la catástrofe.
La mayoría de la gente no desea el poder del otro, sino oponerle el suyo en un momento de necesidad: legítima defensa, equilibrio.
La mayoría (en Podemos) hubiésemos preferido evitar esta confrontación en este tono, pero si ha llegado a darse no es debido a comprensibles errores humanos, sino a consecuencia de un grave error de diseño. Reivindicando la confianza no se previene el abuso. De haber sido previsores no nos veríamos ahora obligados a sembrar de nuevo (¿sobre la tumba de una amistad?) lo ya sembrado.
Y otra cosa: cada vez que oigo a alguien amenazar con dimitir, si no triunfan sus tesis, me viene a la memoria aquel pequeño abismo retórico con el que abre Pierre Louÿs su novela española:
Siempre me va usted diciendo,
que se muere usted por mí:
muérase usted y lo veremos
y después diré que sí.
Confundimos la convicción con el egoísmo, es decir: vivimos las decisiones tomadas desde el razonamiento o el diálogo como traiciones a unos impulsos básicos que serían la verdadera fuente de nuestra inclinación política, intelectual o espiritual. Un absurdo: como si ser convencido no fuese o valiese igual que estarlo. Necesidad y deseo no son sinónimos.
Pero vivimos en un curioso país lleno de matices e idiosincrasias en el que cada cual percibe como enemigo no al que contraviene su opinión sino al que tiene simplemente otra, y nadie considera más enemigo al que, en una imaginaria vara pautada, dista nueve que al que dista uno. En un país así sólo se pueden tener muchos amigos si no se habla de nada, contradiciendo la observación científica (demostrada) de que rodearse de buenos amigos aumenta la cultura y la inteligencia.
Antes o después cualquier conversación puede devenir en la pregunta sabida: ¿de dónde venimos y adónde vamos? Pero a servidor le acucian cuestiones más propias de viejos que de filósofos: ¿es que acaso sabemos dónde estamos? Cuando a uno los años empiezan a pesarle más que las sorpresas, cuando ya nadie le inquieta porque no le defrauda, advierte que la vida se reduce a unas pocas escenas, a un puñado de sensaciones que resumen mejor que definen.
Como estoy convencido de que las buenas amistades, en efecto, aumentan la inteligencia, celebro, desde hace años, una tertulia mental con cierto poeta a tiempo completo, su mujer, portavoz de una fuerza política en auge, Raquel y algún o algunos ocasionales invitados; y este viernes, que toca, quería preguntarle al vate por qué, siendo yo también poeta, cuando le preguntan a él por sus preferencias políticas, consigue satisfacer al entrevistador con cualquier sentencia sobre la libertad del discurso inspirado, etcétera, mientras de mí se espera una declaración comprometida y clara. Entiendo que el asunto tiene algo de sardina que se muerde la cola, pues lo que se espera de cada uno coincide con cómo es percibido más allá de cual sea su vocación verdadera, pero me sorprende la enorme cantidad de balones verbales que la «intelectualidad» echa fuera del campo cuando es preguntada por cuestiones que podrían afectar a su futuro profesional (después de todo les han pedido que se posicionen, no que definan la existencia). Lo que me lleva a considerar que la gente no le tiene tanto miedo a Podemos como a que al final no gane.
Mañana seguirá habiendo cosas por resolver. Pero sabremos mejor dónde estamos.
Quizás no exista una forma de definir la vida. Pero hay una vida, y se manifiesta tan compleja como provocativa si sabemos dónde estamos y que alguna vez podremos, sin trabajar más de lo necesario ni consumir más de lo disponible, disfrutar a diario de un lugar apacible y propio sin sentirnos unos privilegiados. Si además nos sobra algo de tiempo para los amigos, pues mejor. Y si encima podemos opinar sin miedo a hipotecar nuestra suerte, perfecto. Deseamos la Luna, necesitamos que siga donde está.