Uno de los actos poéticos más encomiables que a servidor se le ocurre es el de dejar de escribir poesía. Que no escribir poesía es, no solo un acto profundamente poético sino, también, un gesto radicalmente semántico, a los poetas vivos, en su perpetuo jubileo de la modestia, se les olvida con la misma facilidad con la que olvida un vividor los excesos de anoche.
Sin embargo, basta con advertir que nuestros poetas favoritos han muerto (es decir: no escriben poesía) para constatar la veracidad de una afirmación no por anti intuitiva menos digna de ser acatada. Nos iría mejor. Disfrutaríamos más de todo. El mundo se resolvería en una belleza ominosa y gratificante.
Morderse la lengua es poesía, y si un poeta es, por definición, un rebelde, un poeta que no escribe poesía es un rebelde eficaz, tan eficaz que su silencio es solo comparable al de la leona que acecha y, finalmente, da caza a la corza.
La corza, por el contrario, no deja de berrear.
Una de las cosas que se ahorra el poeta que no escribe es el ruido que hacen sus lectores.
— Si los tuviere.
— No, Pangur, no. Hablo del ruido de sus lectores interiores.
— ¿También se puede torturar al lector interior?
— Por supuesto. Pero si no le das nada, acaba por desaparecer.
Silenciar al lector interior conduce directamente a la eficacia poética, siempre (naturalmente) que no se escriba poesía; es decir: que no se escriba interiormente, que no se piense, que ni siquiera se intuya; que ni siquiera se extrañe.
— Pero, ¿y si tengo algo que decir?
— Pues escribes un artículo, o un ensayo, o asistes a una asamblea, o le das la brasa al fontanero en la puerta mientras aún tienes en la mano el importe de su trabajo.
— Ya veo.
Servidor conoce a demasiada gente que escribe poesía, incluso buena poesía, pero antes de desobedecer suma, resta, multiplica, divide y, si se tercia, envía a las estrellas su mejor pirotecnia. «Escribir poesía no te exculpa de esa obediencia vergonzosa», tiene ganas de decirles un servidor, pero se muerde la lengua.
No es que morderse la lengua sea un acto revolucionario comparable, por ejemplo, a llevarle la contraria a un camarero, pero es un principio.
El paso siguiente es vivir en Magaz de Abajo, hacerle sitio al tiempo (mínimo media hectárea mental) y ponerse a trabajar en el objeto necesario, darle forma al amparo de mirones, asesores, críticos y maestros. Ese paso es el último para todos y todas, y el único que la poesía permite al privilegio de la eternidad.