En cierta ocasión, hace ya tiempo y movido por el fragor de una pelea en la que me vi expuesto a un matonismo al que no estaba acostumbrado (por meterme en camisa de once varas, seguramente), llamé «Gabilondo de aldea» a un escritor al que, sin embargo, sigo y leo, al que admiro por su resistencia a una soledad que respeto y al que, incluso, envidio por su qué y por su cómo en la mayoría de las ocasiones. Posiblemente le deba unas disculpas. Mis disculpa, señor Germán Valcárcel.
Digo esto porque es de ley hacer pública una disculpa debida, pero también porque creo que ese incidente podría estar detrás de la diatriba que el escritor aludido dejó escrita en este mismo medio hace escasísimas horas, y creo que hay que dejarla fuera, que hay que deshacer cualquier duda al respecto, que hay que apartar lo personal, que lo personal es un estorbo para su pensamiento y para el mío. Si su opinión es la que ha publicado, con todo el derecho y con todo mi respeto, que no sea achacada a una animadversión unilateral y, por mi parte, inexistente. Que nadie se lleve a engaño. Además yo no soy Municipalistas por el Cambio (aunque entiendo el equívoco) y a lo mejor me he dado por aludido sin necesidad. Esas cosas pasan. Si es así estoy quedando fatal, pero leer este texto de cabo a rabo seguirá teniendo sentido, quizás hasta gracia, lo que a mi edad es más que suficiente gratificación porque, lo confieso, soy viejo, y me gusta haberme acostumbrado a reírme de mí mismo.
Soy un viejo que, como él, ha sufrido la misma batalla varias veces en su vida y que, como él, está a punto de perderla de nuevo por culpa de intereses espurios, argumentaciones sesgadas y otros pleonasmos, pero que aún (viejo tonto) cree en la necesidad de la unidad de la izquierda en un momento en el que todo parece señalar que si no ganamos esta baza habremos perdido el juego para siempre. Tampoco soy errejonista. No especialmente.
Creo que no señalo nada que no hayan apuntado ya mejores cabezas si digo que la diferencia entre Errejón e Iglesias ni es personal ni es contradictoria ni tiene nada que ver con lo que le interesa a los bercianos. Creo que seguramente ambas posturas representan un mismo deseo: una ha apostado por el fortalecimiento del pensamiento de izquierdas a través de la estructura de partidos, la otra por la permeabilidad que obliga a la democracia a una participación más allá de ocasionales consultas. No estoy contra los partidos políticos, pero estoy a favor de una participación más activa y más comprometida.
Que los partidos políticos son la base de la democracia es algo que debo reconocer por mucho que me parezca que dependen en exceso del dinero y de una realidad que, precisamente, apuestan por cambiar. ¿Qué creo? Creo que los partidos deben de tener el valor de mandar sobre sus cargos institucionales, y dejar de ser la correa de transmisión de los mismos.
Creo que la realidad no es mostrenca, creo que si lo que imposibilita la confluencia es la necesidad imperiosa de optar a una silla en la Diputación (por ejemplo), la Diputación está mal diseñada (incluso de más). Creo que si lo que imposibilita la confluencia es nuestra incapacidad de entender, sencillamente, lo que el otro nos dice, en lugar de pasarnos de listos pretendiendo leer lo que «en realidad» ha querido, el otro, decirnos, estamos en una posición de tachadura frente a cualquier intento de acuerdo. Creo, finalmente, que la gente no se merece sentirse culpable por lo que quienes pueden hacer cosas por el mundo han hecho con el mundo, y que quizás sea hora de que la gente se deje conducir por sí misma. Creo que hay que escuchar un mandato social, una urgencia social, por encima de intereses gregarios, creo que eso es la política de la gente, para la gente.
No creo, en suma, nada que no estuviese dispuesto a suscribir ese autor tan de mi gusto. Pero yo no soy Municipalistas por el Cambio, y él, probablemente, sí. Yo soy viejo y, seguramente, estoy equivocado. Él es viejo y, seguramente, no.