La escalera no tiene pasamanos, de modo que el lado exterior de los escalones, en particular el del que nos queda a la altura de los hombros, lo usamos a veces para dejar cosas que no queremos olvidar subir. Allí sigue el libro que servidor está leyendo estos días, porque ha traído una bandeja de barro con el café y un cenicero en una mano y el periódico en la otra. No le hubiese costado ningún trabajo a un servidor dejar todo sobre la mesa y regresar por él, pero venía con intención de ponerse a escribir y se ha puesto a escribir sin pensar nada más que en lo tontos que somos.
— Lo que empieza a ser una costumbre, apostilla sin levantar la vista el gato Pangur desde la cheslón, donde parece que llevaba un rato enfrascado (para extrañeza de un servidor) en La Regenta, a la luz de la luna.
— Vale, vale.
— En serio, te repites más que José Mota.
Pero es que es verdad que somos un poco tontos. Por ejemplo, nos enteramos de que Ediciones Bromera ha creado una aplicación de iPad para que los niños le pierdan el miedo a la lectura y, sin mayor reflexión, nos ponemos a divagar sobre las muchas o pocas bondades del desarrollo informático al servicio de la educación; ni por asomo se nos ocurre objetar que los niños, que se sepa, no le tienen ningún miedo a la lectura, al menos no a priori. ¿Por qué iban a tenerle miedo a la lectura los niños de un país donde los periódicos les enseñan a disfrazarse de muerto para celebrar Halloween como manda la tradición ajena? Y, aunque así no fuere, ¿por qué a la lectura? A servidor lo que le asustaba mucho de pequeño era ser sorprendido «leyendo» por su padre, que sólo quería verle «estudiando» (en realidad «ser sorprendido» es lo único que un niño saludable debe temer para disfrutar plenamente de la infancia). Ahora, de mayor, lo que le asusta un poco es la gente (bueno, la gente y «ser sorprendido») así que lee libros sobre la gente para superarlo. ¿Cuando saldrá una aplicación en iPad para enseñar a los mercachifles a no prejuzgar?
El miedo a leer es un mito inventado por los malos padres, que son esos que no han leído un libro en su vida y se pasan el día pegados al iPad; los malos escritores, que, naturalmente por envidia, echan la culpa del bajo índice de lectura a los buenos; los profesores que hacen caso a los malos escritores y los creativos publicitarios, a los que servidor incluye en esta lista porque sospecha que algo tienen que ver en la perspicaz retórica de ventas de Bromera, basada en que una pantallita da menos miedo que una hoja. También se suponía que los niños tenían «tirria» a las matemáticas y miren ustedes la de economistas que nos están saliendo. Le da uno una patada a una piedra y salen de debajo media docena de economistas haciendo profecías.
— Y doce poetas blogueros, mira tú.
Como los niños nunca han dejado de hacer nada por miedo, hay que pensar que tras esa absurda idea de que leer asusta se esconde la sobreprotección de adultos convencidos de que El código Davinci es una novela compleja o Alicia en el país de las maravillas un relato infantil, y que el pretendido miedo al libro no es más que otro de esos tópicos modernos con los que hacer negocio, como el que dice que las huelgas políticas son en sí mismas perversas o el de que vivimos en un mundo cada vez más competitivo en el que cualquiera puede estar conectado a cualquiera a través de una cadena de conocidos que no tiene más de cinco intermediarios.
– Tú tardarías menos en relacionar a un almuédano loco con el magistral de Vetusta, interrumpe Pangur las reflexiones de un servidor.
– Las Canciones del muecín loco de amor, de Szymanowski, están sonando ahora mismo por la radio, Pangur. Y ese libro que estás leyendo es La Regenta, de Clarín. Por otra parte…
– ¿No es de Ruiz Zafón?, pregunta dándole la vuelta al libro para leer la cubierta.
– No.
– ¡Dios mío, es cierto! He estado entreteniéndome con un autor aburrido. Podías haberme avisado.
«He estado leyendo a un clásico, he estado leyendo a un clásico», repite Pangur saltando de la cheslón y (persignándose y sacudiéndose como para sacarse de encima alguna imaginaria brujería) cojeando ostensiblemente camino de la bodeguita. «Y Suñén sin advertírmelo. ¡Maldición, maldición y maldición!» No hagan ustedes caso. Pangur llevaba un par de días algo afónico y con décimas, y (siguiendo las instrucciones del veterinario, que no se atreve a acercársele) servidor le ha inyectado esta mañana un antiinflamatorio suave: todo este teatro (ahora está bajando las escaleras pegado a la pared, con una mano en el pecho tembloroso, la otra en la frente y los ojos desencajados fijos en el ejemplar de Los jardines del sueño, de Emanuela Kretzulesco-Quaranta, que aún descansa en silencio sobre su escalón) no es más que otra de sus pintorescas venganzas felinas. Conque vamos a continuar donde lo dejamos, o casi, y a sugerir al socaire de esa fusión entre Penguin y Random House que también asusta un poco, como en general los gigantes del tipo que sean, que convendría adelantarse a un previsible estallido de la burbuja literaria auspiciada por la gran efusión de ficciones «no aburridas» empeñadas en hacernos perder el miedo a la lectura. Siempre ha sido un misterio el número de ejemplares sin vender que los editores esconden en sus almacenes o venden secretamente como papelote, pero es seguro que la cifra se alimenta casi exclusivamente de títulos concebidos para aterrorizar a los niños. A imitación de la industria especulativa, que se libra de sus sapos de la noche mediante un banco malo que, al jugar con otras reglas, acaba por volverlos sapos cancioneros, la del libro debería plantearse crear una editorial mala. A servidor se le ocurren unas cuantas firmas que podrían fusionarse en el proyecto. La editorial mala le vendería los libros a las bibliotecas públicas, donde podrían dar el miedo que quisieran sin hacer daño, y el estado los pagaría con el dinero de los contribuyentes. ¿Por qué no va a servir la misma fórmula para todo?
— Suñén.
— Dime Raquel, responde servidor sorprendido por su frágil hilo de voz.
— Vente a dormir, anda, que creo que Pangur te ha contagiado la faringitis.
Servidor hace caso a su señora, pero antes recoge el libro de la escalera, lo deja sobre la mesa y le pone el periódico encima. Por si acaso.