Hemos hecho un trabajo excelente vaciando una vieja cochera de Narayola de la madera que, durante años, había estado allí acumulándose sin cortar y arrullando una época pequeña y sombría aunque menos lejana de lo que su dura memoria podría hacernos creer. Mucho chopo de baja calidad, pero también buen castaño, cerezo y algo de pino y de roble, que ejercen de mejor leña. Hemos llenado un camión y lo hemos traído a Magaz de Abajo. Don Jesús (no confundir con tío Jesús), el propio comprador del local y un servidor de ustedes.
No lo mencionaría sólo porque los inviernos aquí hagan del combustible un bien preciado, ni hubiera pensado más en ello de no ser porque la cosa dio pié a cierta anécdota que pone de manifiesto lo poco que hemos cambiado los españoles desde que alguien dijo de este país que era la tierra de las pequeñas afrentas imperdonables, y de eso hace mucho. Los trabajos físicos y repetitivos se hacen llevaderos porque, bien planteados, comienzan, transcurren y acaban sin frustración, dejando finalmente la clara seguridad de haber empleado en ellos un tiempo que el resultado paga con creces, y un quebranto que la buena cerveza fresca y algo de queso restañan a la perfección.
El asunto que ensombreció la fatiga fue el siguiente: al ir quedando vacío el edificio (de construcción rústica y firme, pero condenado ya, por el prolongado desuso, a un futuro breve y de utilidad terciaria) aparecieron, alineadas en el suelo, contra una de las paredes, dos gruesas vigas de las de antes, abiertas en canal, secas y hasta donde su dura madera lo permitía (ni mucho ni poco) atacadas por la carcoma.
— Corta esto y lo cargamos también, digo mirando resueltamente a Don Jesús, a la sazón armado de sierra eléctrica.
— No, no.
El comprador nos informa de que aquellas vigas son de Fulano, que quedaron allí guardadas hace algún tiempo y que la mujer (Fulana) haría pasar por ellas más tarde. Afirmación que, como es lógico y contentos de no alargar ni un minuto más las casi dos horas empleadas en el estibado, damos por buena.
— Un refrigerio nos hace falta.
— Tú lo has dicho, Don Jesús.
Servidor y don Jesús hemos ido en el coche, seguidos por el comprador con la carga. Rematar la faena descargando en la hijuela, frente a la puerta trasera, es pan comido gracias al volquete. De cortar y apilar nos ocuparemos el lunes. Asunto resuelto.
Pero entonces llama Raquel, desde Galicia y antes de nada pregunta (al dictado de la imperiosa voz de la desagradable señora mayor, a la sazón antigua propietaria de la cochera, a la que –ya recuperado el Mercedes– hace de chófer) si hemos traído las vigas. Le digo que las vigas (de cuya existencia, por cierto, nada supe hasta verlas) son de Fulano, lo que ella repite en tono de duda. Y entonces oigo a la desagradable señora mayor poner el grito en el cielo. No entiendo todo, pues no es ella la que está al aparato, pero distingo expresiones como «ya en vida de tu difunta tía», o «esos listos me las van a pagar», y también «esto no habría pasado si hubiese ido» (supongo que en mi lugar) «Mengano». Espero no traicionar el honor de nadie si dudo de que la posesión de dos vigas de madera cuya utilidad no resuelve o deja de resolver entuerto alguno, pueda ser una cosa inventada por capricho o maldad, o de que tenga o tengan que ver en el fallecimiento de la conjurada tía. Pero esas vigas, según ahora parece, trancaban las puertas de un infierno muy viejo que no va a ser sencillo cerrar de nuevo y de cuyo umbral servidor decide alejarse lo más y lo más rápidamente posible.
— Te dejo, ya hablamos luego.
Cerveza. Queso. Conversación relativa a la encarnación de ambos conceptos. Alguna nube más larga que valiente. Impertinente brisa. Olor a cloro. Mirada desconfiada de Don Jesús hacia la piscina. Olor a gallinas. Mirada desconfiada de un servidor hacia la finca del vecino. Más cerveza y más queso.
— ¿Has visto a los gatos, don Jesús?
— No desde esta mañana.
— Ya aparecerán. La piscina estará lista el domingo, si no llueve.
— Si llueve será poco. Da gusto verla.
Tiene razón, porque ilumina el día algo desapacible, y alegrará la tarde inspirando a los pájaros. Nos levantamos entre ayes, apoyándonos en los riñones, pero de buen humor. Aún nos quedan tiempo y ganas de rematar un par de faenas y cuando se marcha don Jesús es la una y diez. Sobre la pila de troncos han quedado dos grandes ruedas de carro que también hemos traído y que me animo a meter en casa para limpiar y colocar en alguna parte del jardín. Lo difícil es ponerlas en pie; pero una vez en su posición natural no debo más que mantener su equilibrio y hacerlas correr, muy despacio, hasta su sitio. Primero una y luego otra. Allí, sostenidas respectivamente sobre el cerezo y sobre la magnolia les pego un buen manguerazo. Una resulta ser anaranjada y la otra adquiere, con la limpieza, un rojo casi gitano. No están en mal estado (aunque una algo peor que otra si suponemos que alguna vez fueron del mismo color). Hasta ahí no me he apañado mal, pero al bajarlas hasta el foso de la piscina (contra cuya fea barandilla quiero apoyarlas) no mido bien mis fuerzas (ya he dicho que son ruedas de buen tamaño y armadas de zuncho de hierro en llanta y buje) y la primera se me escapa de las manos mientras la hago descender los tres escalones que salvan el talud entre el jardín y la zona de la piscina. Gira un poco a la izquierda y se dirige pesadamente hacia el agua. Apenas un metro antes del rodapié vuelve a girar y trazando círculos como una enorme moneda cae sobre el césped con la contundencia de un oso recién abatido. Me extraña que no haya gruñido. La otra se me da mejor y al cabo ambas están colocadas y bien fijadas en su lugar. Tengo hambre de soldado.
Subo a darme una ducha mientras, a fuego lento, se calienta un poco de sopa de garbanzos y zanahorias (que acompañaré de un grueso y fresquísimo filete de ternera y un tinto Ardai de principios de siglo que hay que abrir antes de que sea tarde y que me merezco).
Dedicaré la tarde a la relectura (últimamente releo mucho) de En busca del Barón Corvo (un personaje, por cierto, también dado a las pequeñas ofensas imperdonables), la biografía escrita por A. J. A. Symon, que rescató para la memoria literaria al más que notable autor de Adriano VII (que me propongo releer a continuación). Mañana quiero cambiar algunos muebles de sitio (aunque sólo sea mentalmente) a ver si consigo convencer a Raquel y que los dormitorios dejen de parecer estancias de puro trámite y le quitamos a la casa el poco de almacenillo vacacional que su larga memoria aún se niega a dejar morir.
Creo que ha sido Constantino Bértolo quien, en algún momento, en alguna parte, ha escrito que la primera señal que le hace sospechar que un libro es bueno es que, a partir de cierto momento no muy alejado de las páginas de inicio, la lectura se impone y detiene ese flujo de pensamiento residual que siempre nos acompaña. Pienso que es una observación exacta y que me hace desear aún más pasar la tarde enfrascado en un libro cuando vuelve a sonar el teléfono. Recozco la voz de Raquel sobre una segunda, de fondo, que maldice su fatalidad y afirma cosas horribles sobre la inutilidad de los modales y la maldad de la miseria. Quiere saber si he comido bien y recordarme –me esfuerzo en aislar sus palabras de la iracunda letanía que las acompaña– que vigile la depuradora y le cambie la tierra a los gatos que, por cierto, no tengo ni idea de dónde andan. Esta memoria.