El otro mundo está aquí. Todo está conectado y nuestra percepción debe aprender a admitir que una mariposa agitó hace unos meses sus alas en Pekin provocando que hace quince días el viento le levantara las faldas a Izabel Goulart en Florida y que, en consecuencia, pronto caigan los árboles de la llanura del Sil, vuelen los tejados, reine el terror mientras morimos sin llegar a saber qué se esconde tras el punto Omega de Teilhard de Chardin, el objeto alfa minúscula de Lacán o el inquietador significante vacío del astuto Laclau. Es parte y arte de la condición humana.
También es parte de la condición humana no saber reparar una cadena de acontecimientos en su origen. Nos guste o no, parece que estamos limitados a la manipulación de fragmentos. Podemos aprovechar comercialmente la imagen de Isabel Goulart o prohibirla, podemos cazar mariposas o aprender matemáticas, reforestar bosques arrasados por el azar o urbanizarlos en nombre del producto interior bruto. Por alguna razón sólo sabemos mejorar la competencia de un eslabón de la cadena, ya sea para bien de todos (preguntándonos por su coherencia) o en beneficio propio (celebrando su autonomía). A eso (a esa alternancia) lo hemos llamado progreso, pero en realidad no es más que una forma particularmente bien argumentada de lanzarnos de cabeza al pozo de ignorancia en torno al que discurre nuestra accidentada historia.
Entre medias, hay que reparar una tubería rota (cosas mundanas) y como el seguro, «ya se sabe», no entiende de mariposas ni de progreso, viene Rita a ponerse a ello; es decir: a arreglar de una vez y para siempre lo que el seguro («qué me vas a contar») pagó una vez tras otra pensando que ahorraba. Servidor la observa manejando el taladro eléctrico con una delicadeza singular, rara, y confía en ella.
A eso, ahora, le dicen «trabajar con amor». Servidor se comió anteayer unas natillas hechas «con amor» por Nestlé. Lo hizo porque Raquel le ha dejado solo y por no despreciárselas a una camarera de Cacabelos que aseguraba que eran caseras. De hecho es lo que decía la etiqueta: «natillas caseras». Servidor se comió el eslogan, pagó el eslogan, digirió el eslogan y, cuando regresó, la pared que soporta la escalera que une los dos pisos de la casa chorreaba agua. Así que llamó a Rita.
Rita no trabaja con amor, sino con amor propio.
Lo que el seguro no quiso ver es que se empecinaba en reparar una vez y otra el mismo trozo de tubo incorporado a la distribución tras la retirada de un viejo depósito que, situado en la parte más alta de la casa, funcionó mientras el suministro dependía de un pozo. Al incorporar agua corriente se retiró el depósito y el circuito se cerró mediante ese tubo del desván cuya calidad distaba mucho de estar a la altura del ingenio al que servía. Fue instalado por uno de esos profesionales que cruzaron España introduciendo mejoras: sustituyendo madera por policloruro de vinilo y forja por aluminio. Si lo pensamos bien, el noventa por ciento de las cosas que reparamos hoy fueron mejoras ayer.
Rita, como un servidor, pertenece a esa generación que (todo hay que decirlo: a cambio de pasárselo mejor de lo que ninguna generación lo pasó o lo pasará nunca) sufrió todas las mejoras que el progreso imponía. Servidor nunca pudo usar los libros de su hermano mayor, porque las mejoras de los planes de estudio exigían abordar las matemáticas desde la teoría de conjuntos y la gramática desde la arborescente nomenclatura generativo transformacional. Recuperar su sujeto su verbo y su predicado le costó años a un servidor.
Queda claro que lo que nos vende el seguro no es realmente seguridad (para eso debería de haber hecho la mínima investigación, esa que hubiera conducido a sus técnicos al origen de todos los males) sino anhelo de seguridad.
Servidor no quiere anhelo de mar, servidor quiere un barco.
A las mujeres (ese objeto publicitario libre de derechos) les venden ahora unos tampones para la regla que son capaces de absorberla aunque sus pacientes se encuentren (por el motivo que sea) cabezabajo. Contradecir las leyes de la gravedad es algo que a la firma fabricante parece darle el prestigio de vencer a la copa menstrual y es cosa a la que, sin discusión, sus clientes tienen derecho. Otros males derivados de dicha práctica no les competen. Lo importante es que las mujeres, amenazadas perpetuamente por su propia condición, se sientan libres. A los hombres les venden juguetes de niño: por ejemplo un automóvil para que a su hijo no le hagan bullying en el cole mientras ellos recorren carreteras imaginarias en su cerebro vacilón, suicida y cada vez menos visible tras su resplandeciente cuerpo lampiño; eso y seguros de vida.
Hay un cuerpo postrado, pálido y sobre su pecho (casi emergiendo de él) se ven dos cabezas femeninas, una más joven que otra, las dos con mejor color. La composición hace pensar en dos náufragos aferrados a un trozo de madera muerta. Miran a su madero suplicándole que las salve. La imagen podría ilustrar la tarjeta de un vendedor de seguros, pero está en el paquete de cigarrillos que servidor acaba de arrugar y tirar al saco que Rita usa para los escombros.
Que los políticos puedan tener varios trabajos es una mejora, prolongar la vida de las centrales térmicas es una mejora, la economía colaborativa es una mejora, viajar a Marte para salvarnos del fin del mundo es una mejora, aprender a vivir bocabajo es una mejora, concienciar a los ciudadanos sobre el peligro de ser machacados por un asteroide es una mejora, quemar biomasa es una mejora, eliminar el dinero y negociar sólo a través de los bancos es una mejora, diseñar robots sexuales con forma de bebés es una mejora, discutir sobre identidades nacionales en un hotel pagado con sueldos familiares es una mejora, la economía colaborativa es una mejora, esperar que una máquina nos envíe al quirófano para extirparnos un tumor que tenemos un diez por ciento de posibilidades de padecer en algún momento es una mejora, defender la realidad del cambio climático sin articular políticas en consecuencia es una mejora, salir un minuto en televisión y ser ignorado y explotado el resto del año es una mejora, tener el pelo tan sano como un desconocido es una mejora, alquilar úteros para criar hijos a la carta es una mejora, llamar cultura a lo que se nos ocurre es una mejora. Mejoras que, antes o después, con mayor o menor agobio, nos veremos obligados a reparar y –ya lo han adivinado– sin que las cubra el seguro (es decir: sin que el seguro utilice nuestro dinero para aquello para lo que nos lo pidió).
Rita le da a servidor una muestra del tubo original, el viejo, el que no se ha roto: 7 milímetros, galvanizado. La raza humana morirá por culpa de una mariposa en las las bragas de Izabel Goulart y ese tubo seguirá en su sitio. Entre su persistente eficacia y su inevitable sustitución en aras de la modernidad que convenga se abre, no obstante, un escenario opaco y enrarecido, como el que separa la leyenda de la historia. Hombre común, mujer común, admitid vuestra derrota. La postverdad ha sido admitida por la real academia como una palabra, es decir, como un objeto significante tan sólido como (más sólido que) una tubería galvanizada de 7 milímetros, cuando menos, pero susceptible de ser malinterpretado. El diccionario debería de centrarse más en sus referencia cruzadas y menos en sus definiciones de urgencia.
Servidor empieza a pensar que no está preparado para vivir en un mundo tan… ergonómico, tan anticipativo y sutil, tan listo, tan progresista y «post-real». No significa nada, no es el final del discurso, pero es el de un servidor que se declara, sin dificultad, incapaz de opinar al respecto y que, cuando se queda solo, tras echar un último vistazo a la reparación (un agujero en la pared que sopesa enmarcar y acristalar) baja a la bodega y pone un disco de «Café verde», el grupo del que Rita era cantante allá por los 80 del pasado siglo y –entendiendo que existen tantas objeciones entre este texto y la postverdad como entre la Real Academia y Pekín– abre una botella de Reboreda, bien frío, y enciende un puro Romeo y Julieta que se fuma sin ninguna prisa. Nada del otro mundo. A penas una hora estrictamente privada.