Hay quien se retira de la política (expresión que siempre me ha parecido simplista) sin haber llegado realmente a ella, como quien abandona el atletismo por no verse con fuerzas tras los primeros cien metros de su primera maratón. Son retiradas irrelevantes, no comparables a la de un corredor que se dosifica prescindiendo de una competición o a la del que al dictado de leyes naturales decide dejar atrás un historial respetable de metas alcanzadas.
En política hay que saber diferenciar entre una retirada «de la» política y una «retirada política», entre dimitir y poner «el cargo» a disposición de quien sea.
Una retirada de la política es la renuncia a seguir compitiendo por la representación desde el interior de un partido, no a defender unas ideas e incluso a un partido por otros medios.
Una retirada política no es eso, y tampoco es una dimisión; aunque hay dimisiones que son retiradas «de facto», y viceversa. Vale.
En política hay dos formas de lidiar con el fantasma del fracaso: la de quien dimite porque no quiere corregirse y la de quien se corrige porque no quiere dimitir. Ambas son malas y ninguna se puede repetir demasiadas veces.
Emilia Esteban, en Ponferrada, se ha retirado de la política. Es una consecuencia de su idea velocista de la política.
En Castilla y León, Pablo Fernández, debería de dimitir. Su mala gestión interna, su percepción casera de la barricada, y mediofondista de la resistencia, no sólo ha vaciado de significado un considerable esfuerzo parlamentario, sino que ha dejado a la escasa representación de su grupo en los ayuntamientos tendiendo manos y sin nada con qué negociar.
En España…