Tras acabar de ver Gravity, de Alfonso Cuarón (un producto impecable pero misteriosamente fútil), Raquel se pregunta por qué no se intentó al menos imprimir algo de malicia (o carácter) a una elegante distribución narrativa y a un pulso visual que hace todo el trabajo (mucho) sin estorbar, pero añade enseguida que ya sabe que es una pregunta que nadie espera oír y se marcha a corregir ejercicios. La pregunta en el fondo no es por qué tan aclamada cinta carece de sustancia real, sino por qué nadie se pregunta ya por la sustancia. Servidor, que lo más que encuentra en la película es una metáfora involuntaria (involuntaria) del ciudadano postvigesimal, barrunta sin embargo la respuesta en cierta noticia algo alejada de los viajes al espacio. Palabras más buscadas en el diccionario: «cultura» y «majunche». Majunche gana, naturalmente. Hace décadas que los majunches le están ganando la partida a la cultura y, si consideramos que probablemente quienes han buscado la palabra «cultura» (por Internet) son también los majunches, su victoria es ya irreversible: no hace falta leer más para saber ser majunche, en tanto que ser culto requiere un instinto bien paginado y una capacidad de sobrevivir a las referencias implicadas que abisma y, en consecuencia, distrae del trascendente trabajo asalariado (y todo ello sin salirse de estas pocas líneas). Servidor conoce a media docena hombres cultos cuyos juicios son idolatrados en la clandestinidad por otra media docena mientras ellos malviven de la caridad del sector majunche. Por contra, todos podríamos recitar de carrerilla el nombre de una gruesa de majunches cuyo sueldo sobrepasa al mes los cinco mil euros (de nuestro bolsillo) por improvisar tonterías (lo que les confiere una paradójica patente de representatividad). No se trata de que haya que ser majunche para vivir con desahogo, sino de hacer ver a los cultos lo amargo y minoritario de su empecinamiento, y también que hay majunches listos, y poderosos.
El sistema, como demuestran los sutiles desplazamientos de las asignaturas ligadas al estudio del significado en la nueva ley de educación recientemente aprobada por los adalides del petit franquismo, necesita majunches, no cultura, porque los majunches son una fuente de ingresos más rentable y más fiable. Los majunches, por ejemplo, son capaces de ir a Marte en un viaje sin retorno para que alguna televisión privada se forre a su costa y llamarlo «progreso» o «experiencia» o «mi propio esfuerzo», o de pensar que el mercado es sustancia real, o que son cultos, o que de verdad la subida del recibo de la luz se justifica por la necesidad de mantener encendida la bombilla del final del túnel (al fin y al cabo estamos saliendo a tientas, como Sandra Bullock, ¿no?).
Boris Johnson, alcalde de Londres, ha asegurado que la igualdad económica no será nunca posible gracias a los majunches, informa el diario The Telegraph. O sea, que los majunches son insustituibles para la natural marcha de esta sociedad que hemos acabado por dejar fermentar a su aire, mientras que la cultura es una rémora que no hace otra cosa que tocarle las narices al progreso, al liderazgo, a la patria y al orden impepinable, como Eduardo Madina a Jorge Fernández Díaz.
Una cosa: ahora que no se puede quemar la bandera (¿y por qué no se puede?, los militares lo hacen cuando está sucia) deberíamos ir a las manifestaciones armados de un cubo de agua y lavarlas. ¿Sabían ustedes que lavar la bandera es una afrenta mayor que quemarla? Pues ya lo saben. Sin embargo la ley no lo prohíbe (que servidor sepa).
También (ya que el significado es lo de menos) podríamos agasajar a los políticos en lugar de insultarlos. Podríamos enviarles miles, millones de pequeños obsequios (mendrugos de pan, botones, calcetines desparejados, precintos de cajetillas de tabaco) a sus domicilios en prueba de nuestro inquebrantable afecto y llamarles «políticos», o «inteligentes», o «representantes del pueblo», en su cara.
— ¡Político! Pero que inteligente eres, pedazo de representante del pueblo — finge gritar el gato.
— …
— ¡Inteligente! !Demócrata! Que eres más demócrata que un kilo de celuloide ¡y desde aquí hueles a liderazgo!
— No te crezcas, Pangur.
— Llámame Varilux.
— ¿Qué?
— Varilux. Es mi nombre de guerra, ya sabes: por si fuese delito todo eso que escribes.
Piensen lo que quieran, pero si nuestros bien amados petits franquistas defienden las huelgas a la japonesa (que nunca han existido, por cierto) no podrán atacar la táctica del elogio, por violento que les resulte. Y a la policía, tres cuartos de lo mismo. En lugar de insultarles podríamos tirarles arroz y pétalos de rosa y llamarles «sensibles», o «atractivos justicieros temerosos de Dios», o «aguerridos funcionarios ejemplares». Cosas que no ofendan a los garantes de un sistema que tanto y tanto ha hecho por la humanidad. También podríamos acercarnos disimuladamente a las puertas del Congreso, llamar al timbre y salir corriendo antes de que abran; o manifestarnos haciendo el paseillo, o mejor: tocados de capirote y fustigándonos las espaldas desnudas con concertinas disuasorias, para no desentonar con la España eterna.
En fin, que a servidor, como ven, le empieza a gustar peligrosamente eso de ponerse a hacer el tonto delante del toro feroz (lo que no es bueno) así que esta noche procurará ver alguna película que le calme, alguna menos popular y heroica, más densa, que no le haga sentirse como un astronauta abandonado en medio de la nada, o como un ciudadano hablando con su gobierno, o como un agradecido esteticista postmoderno.
— ¿Por ejemplo?
— ¡Qué susto, Raquel! Creí que eras un atractivo justiciero. Pues había pensado en La grande bellezza, de Sorrentino. ¿Te parece bien?
— Me parece de perlas. Pero llámame Polil, si no te importa, Polil el majunche.