Suena el teléfono:
– Hijo.
– Dime, mamá.
– … que felicidades.
– Gracias, pero ya nos felicitaste ayer.
– ¿Qué?
– Que gracias.
– He perdido el susurro, hijo, habla más alto.
– Qué susurro. ¿Qué dices?
– El susurro, el susurro. Lo he perdido.
– …
– Pero no me importa, hijo; porque el susurro es para los poetas, y yo soy novelista.
Doña Mari quiere escribir una novela. Por lo visto siempre quiso hacerlo, pero no sabía cómo. Y me cuenta que ya lo ha solucionado:
– Tenía un problema de estructura, dice.
El caso es que estaba escuchando el Bolero de Ravel cuando se le ocurrió la idea:
– Voy a escribir una novela por acumulación: primero sale un personaje, luego otro, luego otro más, luego otro, luego otro y así hasta que la termine. ¿Qué te parece?
– Ya me hubiese gustado que fuera mía.
– Te chinchas.
– ¿Y cual va a ser el primer personaje?
– ¿Qué?
– El anzuelo…
– Ah! Una mujer.
– ¿Y el segundo, un hombre?
– No. Un otorrino. La novela empieza contando la historia de una mujer que ha perdido el susurro, y se va a ver al otorrino para que se lo encuentre.
– Muy bien pensado. Las posibilidades son inmensas. ¿Y lo encuentra?
– No. ¿Qué has dicho?
– Que cómo acaba.
– Mal hijo, mal. En un atasco. ¿Cómo quieres que acabe?
Soy un hombre pragmático que no cree en los regalos de la vida. Pero he de reconocer que, a pesar de mis impertinentes e imprevisibles cambios de humor (ustedes perdonen, pero es casi el principal de mis superpoderes), este primer año de matrimonio con Raquel lo ha sido. Como si hubiese llegado a la cima de la montaña y sólo pudiese pensar en fumar un cigarrillo mientras demoro el descenso, no soy capaz de hacer planes. Respiro y la naturaleza (justa o injusta, generosa o cruel) ocupa con prontitud el espacio que mi cansada conciencia ha ido dejando vacío con la misma sensación con que el humo saluda a mis pulmones: «estás despierto», me dice, «pero no es cosa mía». Si miro más allá de mañana, si me esfuerzo por penetrar en esa niebla tupida y frágil, sus jirones me sujetan los brazos con fuerza domesticada y me elevan un poco, hasta una ingravidez epidérmica que se parece al recuerdo, pero que no lo es.
El día ha pasado en un momento y Raquel está leyendo en la cama desde hace un rato. No sabe que han estado cayendo estrellas fugaces del otro lado de las vides. No importa. Hubo un tiempo en que eso hubiese sido motivo de transnochada. Ahora sabemos que sólo vienen a cotillear. No dejan nada a su paso, y no se llevan nada que no sea la idea de que los seres humanos tienen cara de plato. Nunca leo en la cama porque necesito demasiadas cosas a mi alrededor: pluma y papel, señaladores, cenicero, tabaco y cerillas, otras lecturas… Así que aprovecho para ordenar la biblioteca.
«Así que doña Mari ha descubierto la novela», sonrío mientras intento ir poniendo un poco de orden en la biblioteca. Un poco cada vez. Sin prisas. Tengo experiencia en estas lides, y además me gusta; porque siempre encuentro algún volumen olvidado, y con suerte algún papel doblado y anotado entre sus página que me permite hacer una pequeña pausa, o una indefinida…
– Buenas noches.
– Ahora voy.
Es que hemos visto 300, la película de Zack Snyder, por fin, y nos da miedo tener pesadillas. La «película» es en realidad un tebeo al que le sobra la voz en off y el afán onírico-histórico y en el que los griegos son unos guapos de gimnasio, unos matones de playa que ponen posturas molonas todo el rato y se visten con casco de punki, capa de obispo y calzoncillos de Calvin Klein modelo 365, para pelear contra los persas que son como los topillos o peor y no se acaban nunca jamás. Decir de eso que tiene ideología, intención, significado o moraleja es hacerle un favor como la copa de un pino a un espectáculo visual que no lo necesita. En fin, un exceso de ingenuidad y dudoso esteticismo que, sin embargo, y como ya me advirtió Lucas, «es posible que a Leónidas le gustase».
Raquel se ha dormido con las luz encendida, las gafas puestas y El jazz en la boca de Ildefonso Rodríguez, que por suerte para nosotros no ha perdido el susurro, entre las manos: una colección de textos inteligentes de largo, esclarecedores casi siempre, nunca aburridos y a ratos seductoramente precisos. No soñará con los calzones de Leónidas, seguro. Y servidor espera no hacerlo con el Bolero de Ravel. Buenas noches.