Sospecho, porque el tráfico era mayor que el habitual, muy escaso a las horas a las que solemos viajar, que la gente más que salir, este puente ha escapado. Hay muchas cosas de las que escapar últimamente. Y la gripe porcina no es la peor de todas. A diario en hospitales de todo el mundo muere gente, más gente, de enfermedades perfectamente conocidas y benignas. Buena no es, seguro, pero es sobre todo la mejor noticia que los periodistas y políticos han recibido desde hace mucho tiempo, casi como dinero.
La experiencia nos enseña que correr a escondernos dos o tres días resuelve muchos problemas que terminan, privados de nuestra nutritiva atención y en consecuencia de la necesidad obsesiva de los periódicos por secuestrarla, disolviéndose en nada. Con un poco de paciencia y algo de suerte mañana estaremos preocupándonos por las denuncias de las folclóricas o por la Google Dance o por el último comunicado de Fidel, que hace política de pijama con el mismo desparpajo con el que un servidor hace literatura de mono desde que compró el suyo (ya saben que, en El Bierzo, si no tienes mono no eres de fiar), de color azul oscuro. Servidor desea ser enterrado con él.
– Bien pensado. Si vas a pasar toda la eternidad con la misma ropa es mejor que sea sufrida, aprueba Raquel.
Hemos llegado tarde a Magaz de Abajo así que a penas tenemos ganas de hacer una inspección incompleta antes de ir a dormir. La higuera bonsái está exultante y escandalosamente hermosa; el ficus, sin embargo, ha perdido muchas hojas y reclama atención urgente. Los arboles (aún en sus macetas) que me ha regalado García han resucitado con sólo ponerlos sobre la tierra y dejarles oler el ambiente, que es húmedo y definitivamente salutífero; aunque no cálido aún.
Llevo escribiendo a ratos (a largos ratos) ese poemario que ya saben y que ya no se llama La habitación amarilla sino Maire, y he comenzado estas líneas sin saber cuando las concluiré, ni si lo haré aquí o en Madrid. Escucho música de Bàrtok (del Bàrtok humorista, que es el que más me gusta) y bebo aguardiente de la tierra. Olvido que los seres humanos están enloqueciendo en todas partes y me siento heredero de la madurez del gorila: un poco de solitaria paz se me representa la imagen viva del paraíso.
– Te haces mayor.
– No hagas psicología, Pangur.
– Ya lo sé, ya lo sé: los «poetas» despreciáis a los psicólogos.
– Por su arrogancia.
– Pero apreciáis a los gatos por su psicología…
– ¿No ibas a salir?
Todo esto (menos Bàrtok) fue anteanoche. Ayer dediqué el día a talar y zanjar un joven llorón estropeado por una mala poda, y a hacerlo leña; planté los arbolitos de García, a saber: fresquilla y albaricoque; limpié rastrojos y entreveré un rosal arborescente con las parras de cercado que queda frente a la ventana de la cocina, para ir haciendo allí un tejadillo de verdura bajo el que poder poner una mesita y dos sillas: es la parte más feota del jardín y me tiene obsesionado. Raquel salió de mañana y a la hora de comer apareció acompañada de una desagradable señora mayor. Sólo venían a traerme un tupper y seguían camino hacia el restaurante «El gato», de Cacabelos. Iba a contarles de mis trabajos, pero aquí, en el Bierzo, las mujeres consideran que lo que tienen que hacer los hombres es lo que estaba haciendo yo y no encuentran ninguna razón para escucharme.
Después llegó el tío Jesús, estando ya de vuelta Raquel, y tomamos una horchata en la mesa de piedra. Les juro que me dolía todo. Pero cuando el tío Jesús se levantó para señalarme no sé qué salté como un muelle. Debo estar a la altura de lo que se espera de un protoberciano, por muy sedentario y leído que sea.
– Os vi, mirando al vacío.
Le explico a Pangur que en el campo la gente no habla entre sí como en la ciudad. En la ciudad los contertulios se sitúan uno frente a otro y hablan, porque se consideran lo único interesante. En el campo los contertulios eligen un punto fijo o móvil en el horizonte o en el cielo (de donde llegan todos los males) y, con una mano en el bolsillo y la otra apoyada en la riñonera, mantienen una conversación de las de verdad.
– No va a llover.
– Mejor.
– Mañana lo mismo.
– O hiela.
– Podría.
Ocasionalmente, los contertulios campestres son capaces de ajustar su plática a algún tema no abstracto y, de forma sincronizada, dirigen sus miradas al suelo (crisis económica) o al árbol (el pájaro agorero) o a la casa del vecino malo (el álamo sospechosamente enfermo junto a la tapia), momento, este último en el que quizás bajen la voz y, brevemente, crucen una mirada perspicua y cómplice.
Más tarde he colocado un burlete de madera a la puerta de la bodeguita, para que no entre el frío desde la grande (el que tenía se lo había comido la carcoma). Ha sido fácil porque lo que no falta en esta casa es herramienta, pero cuando he terminado (y para gran alborozo, mofa y befa de Pangur) la puerta no cerraba. Así que eso me queda para luego.
Hoy me levanto sin recordar haberme acostado. Recuerdo que apuré mis salchichas blancas y mi caldo casero (en ese orden) y que me supo a gloria el gin tonic que había preparado Raquel y que tomamos en el jardín, pegando las sillas al rescoldo de la barbacoa, porque algo refrescaba. Nada más.
Este puente de plata desemboca en el día de la madre con buen tiempo y -ya cierra bien la puerta de la bodega- sin nada mejor qué hacer allá vamos nosotros a comer con la desagradable señora mayor, que sólo habla de dinero y se muere por ejercer de desilusionista en jefe. La tarde la dedicamos a cerrar la casa y a convencer a Pangur de que no puede quedarse. Hablo por teléfono con doña Mari que ha tenido a la familia al completo comiendo en casa (menos a un servidor, voluntariamente representado por Lucas) y está encantada. En carretera pienso que también yo, como Pangur, quería quedarme a pesar de lo malo de lo bueno, del lado oscuro de lo soleado, que siempre lo habrá.
Tecleo estas notas con buen recuerdo de estos días herculianos y la sensación de haber olvidado algún trabajo importante. Mantengo un ojo en la pantalla y el otro en el dormitorio donde Raquel, tan atareada como yo estos días, y tras conducir cuatro horas, tal vez se haya dormido ya con la luz encendida y con un libro en las manos y su propio y pequeño disgusto por el regreso, y calibro la posibilidad de organizar mi poemario en forma de sonata y fuga para dos pianos, percusión, sueños cumplidos y un gato. Mañana será otro día, uno menos pienso. De repente me acuerdo del ficus.