Leo en el periódico por antonomasia (que es el Diario de León) que los castellano y leoneses son los españoles que menos basura producen, afirmación que, asumiendo su veracidad, puede leerse de varias maneras. Puede entenderse, en primer lugar, que los castellano y leoneses no tiran nada, lo cual es cierto. Un servidor, por no andar rebuscando ejemplos más fatigosos, reparó hace unos días la caldera de casa con un cordón huérfano (de zapato) y viudo (de pareja) que, por motivos por los que un servidor ya no se pregunta nunca, guardó en la caja de la herramientas en lugar de tirar a la basura, o al fuego, y eso que no lleva tanto tiempo empadronado. Pero el asunto de la caldera me deja de paso en la segunda lectura, que es esta: los castellano y leoneses no producen tanta basura como los españoles no castellano y leoneses porque la queman. Aquí hace un frío capaz de dejarle a uno ciego, así que la cosa no es tan rara, y además el combustible (que debería de ser tan gratuito como el agua) es caro, así que las bolsas del Carrefour y las mondas de membrillo van al fuego junto a las colillas, las bandejas de las empanadas y las hueveras. Dicho de otra manera: los castellano y leoneses producen menos basura que el resto de sus compatriotas porque lo compensan produciendo diversas clases de humo.
Pero no son estas las únicas lecturas posibles de tan curioso record. Podría suponerse, torticera y rastreramente, pero podría suponerse que el servicio de recogida de basura no funciona todo lo bien que debiera. Podría ser. Y podría ser que incluso fuera así por oscuros intereses politico-crematísticos, no digo que lo sea, que no lo será, pero podría. Puede que resulte alarmante o alarmista, pero podría ser. ¿O no podría ser que la basura castellano y leonesa simplemente siga aquí, escondida o disimulada entre polígonos, viñas, tapias, casetos y arcenes invadidos por los zarzales?
– Podría, pero sería muy raro.
– Lo que yo digo.
Quizás la gente ha descubierto que, dado lo elevado de las diversas tasas relacionadas con la retirada de basura y su reciclado, es más rentable dejar de pagar y enterrar o esconder lo que estorba, lo lleva haciendo desde la Guerra Civil. Y el gato Pangur (que sabe de lo que habla) me informa de que su no por breve menos intensa experiencia excursionista y noctívaga por los alrededores de la finca le lleva a sospechar, que no inferir, cierta propensión de los castellano y leoneses a tirar las cosas en el campo, y a ser posible no muy lejos de la puerta del vecino.
– No lo he estudiado a fondo, pero a las pruebas me repito.
– «Remito».
– Eso he dicho.
También cabe la posibilidad de que la estadística esté equivocada. Por si acaso he desagregado los datos, los he cruzado, los he enderezado y puesto del revés y del derecho y los he vuelto a agregar y los he impreso en mi nueva y flamante impresora y hasta los he dejado secando al aire un par de noches. Me sale todo correcto: los castellano y leoneses, por más que el enigma merezca menos líneas de las que le vamos dedicando, gastan poca basura. ¿Se puede decir eso: «gastar poca basura»?
– Se puede y se debe, pero suena a reproche.
Tiene razón Pangur: suena a reproche. Cuando tu gobierno te dice que «gastas poca basura» es como si te estuviese diciendo que pagas pocos impuestos. «Más basura, más basura», reclaman: «¿Cómo quiere que hagamos una política decente con esa mierda de basura que usted gasta?». Resulta paradójico porque en el fondo admiro lo ejemplar de la conducta castellano y leonesas en este punto. Castellano y leonés era el inventor del presupuesto ajustado (que es ese que te hacen con lo que hay, por ejemplo: quieres arreglar el tejado de la caseta de aperos para que quepa el coche bajo el soportal; pues el operario de turno piensa en lo que tiene a mano y te hace un presupuesto que incluye treinta metros cuadrados de chapa negra ondulada, 600 quilos de tierra, veinte arrobas de berzas, seis neumáticos, dos termostatos, media docena de pernios, un puñado de puntas y cuatro bolsas de basura por unos seis mil euros de nada). Un invento funcional y sencillo que ha demostrado ser un buen sostén de la economía ecológica y que no me extrañaría ver exportado a otras autonomías más pronto que tarde bajo el lema: «Todo con lo que hay».
También un servidor se ha sumado a esta filosofía de lo que hay y lleva ya casi un año a dieta de eso: ha comido higos durante dos meses, uvas durante tres, manzanas durante cuatro, castañas durante uno y medio, peras tardías durante quince días, setas durante veinte y huevos todos y vino cada seis horas y botillo en vigilia. Y últimamente naranjas a diestro y siniestro, pero esas son un regalo de García, aquí no las hay. Es una dieta sucesiva pero completa si la pensamos en términos estadísticos: tiene de todo, pero a final de año. Es decir que hasta que el año no acaba no has ingerido la cantidad de vitaminas, calorías, sales minerales, etcétera, que el cuerpo humano necesita en ese periodo. Luego con sacar la media asunto arreglado. Es lo bueno de la estadística.
Lo que no significa que no hagamos un esfuerzo conjunto y alcancemos las cotas de basura que la patria reclama e incluso las superemos; aunque eso sí, de soltar un duro porque vengan a recogerla y se forren reciclándola nada de nada. No señor, si quieren nuestra basura que la paguen. Servidor ha puesto la suya a cinco céntimos de euro el saco grande, que le parece un precio justo. Se entiende sin el saco. Con el saco, diez céntimos. Se entiende sin IVA. Es lo que hay.