Lo pequeño

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Ha estado acatarradísimo servidor por culpa de Lucas, que el otro día nos hizo ir andando como pobres peregrinos urbanos desde el barrio de doña Mari hasta la casa de sus abuelos maternos. Unos veinte minutos tardamos. No es mucho tiempo, vale; pero Madrid tiene esas cosas: es capaz de organizar la sucesión meteorológica de tal modo que no hay forma de librarse. Da igual lo previsor que uno sea: o sales a la calle con impedimenta para un viaje alrededor del mundo o al final te falta una jaima, o un saco de dormir, o uno terrero, o unas gafas de sol, o una bufanda de lana, o un abanico o pai-pai, o un paraguas o sombrilla, o un abrigo de entretiempo, o un panamá de ala ancha, o unas botas de pocero.

El caso es que invitamos a comer a doña Mari en uno de esos restaurantes más caros de la cuenta que han ido apareciendo alrededor del Auditorio de música: Raquel, Lucas y un servidor de ustedes. La verdad es que no comimos mal. Pero lo cierto, cierto es que (salvo, quizás, Lucas, que está en edad de crecer) a la comida no le hicimos mucho caso. Doña Mari, sin embargo, estaba en su salsa. Nos enteramos de que Luis la llevó al ensayo de Plácido Domingo, de que a Manena le dan alergia sus hámsters rusos y de que el tío Antonio se pierde por culpa del GPS.

— Podéis venir a tomar café a casa. Tengo de ese, ¿cómo se llama?
— …
— ¡Gran Duque de Alba! ¿Ese es bueno? ¿No?
— Pero doña Mari, pregunto con cierta preocupación, – ¿Tú cuántos «cafés» te tomas al día?
— No. Yo café no tomo. Lo decía por vosotros.

Agradecemos el ofrecimiento, pero lo declinamos so pretexto de las grandes prisas que, como siempre, teníamos todos y cada uno por llegar al lunes sin la sensación de no haberlo preparado ni un poco. Doña Mari nos besa y cuando le toca el turno a un servidor, un servidor echa de menos un sofá. Ya ven, ahora, a sus más de cincuenta años, cada vez que le abraza su madre para despedirse servidor se queda con ganas de estarse así un rato largo.

— ¡Qué bien lo he pasado! ¡Qué bien! Repetía doña Mari agarrándose a mi cuello con una mano y con la otra a la bolsa con las sobras de buñuelos de bacalao.

Viéndola subir la escalera servirdor sintió que los buñuelos eran sus propios pequeños miedos, para siempre desaparecidos en la fácil generosidad materna. De regreso nos sorprendió la lluvia y, de ahí, mis actuales males, que son males de peregrino. Ya se ha dicho que no fue mucho tiempo, pero quizás entre los buñuelos iban también las defensas de un servidor y servidor notó que la fiebre lo poseía sibilinísimamente a la altura de Ríos Rosas.

— ¿Estás bien, cielo?
— Sfufenzafende.

En casa estuvo trabajando un poco y maldiciendo en voz alta por culpa de un pixel (extraviado en no se sabe dónde) que al final no apareció. La página quedó regular, no se ve bien ni en Explorer ni en Firefox: lo que ya es un logro. Si uno de los superpoderes de un servidor no fuese descender de aragoneses ya habría mandado a la porra eso de diseñar páginas Web. Valiente entretenimiento. Pero lleva días escuchando a Witold Lutosławski y un píxel más o menos no le va a amedrentar a estas alturas.

Luego vinimos a Magaz de Abajo, donde las flores han invadido los manzanos y los cerezos y el campo se prepara para protagonizarlo todo de un momento a otro. Zumban los avispones, el sol brilla con promesas veraniegas y salpica el jardín de una coreografía puntillista. Eso o servidor no está del todo bueno y tiene fiebre y ve manchas y anda medio sordo. Sea como fuere, aquí se vive mejor. Como Pangur, aquí (y más si, como es el caso, venimos sin el perro) servidor se cree el amo del mundo.

— Está feliz, pero agotado, lleva todo el día corriendo de puntillas y haciendo el bestia.

Corre de puntillas porque no acaba de fiarse del campo, el pobre. Ya se acostumbrará. De momento se ha comido una mosca, dos avispas y otra cosa que no sabemos lo que era pero que parece que le ha gustado muchísimo. Luego se ha quedado dormido boca arriba al lado de la lumbre. Sólo le faltaba babear para volverse perro.

Hoy hemos dedicado el día a pasar revista de flora, a especular sobre la huerta (a los espárragos le faltan cuarenta y tantas semanas para mostrarse estupendos y comestibles, pero a las fresas ya hay que pensar en atarlas muy corto, muy corto) y a tomar algo de sol. Servidor además ha encontrado tiempo para recolocar los libros (que empiezan a pedir una estantería más) y atender a los bonsáis. Algunos alevines apuntan maneras y servidor fantasea con cerrar la balconada del segundo piso para instalarlos allí a salvo de los inclementes caprichos del invierno berciano.

— No tenemos dinero, Suñén mío.
— Serás tú. Yo, como descendiente del bandido Cucaracha que soy, poseo una riqueza relicta y propensa a la delincuencia que me permite fantasear sobre casi cualquier cosa lo bastante osada.
— Ah! Pues nada, concluye Raquel mirando fijamente su vaso de leche.
— Sabe, guapísima, que ayer detuvieron en Fonseca a un falso peregrino que robaba a los verdaderos sus pocos cuartos. Se hacía pasar por un tal Javier Cisneros. Parece que se trata de un hombre de mediana edad, buena conversación y no escasa cultura que, aprovechándose de su don de gentes, ganábase la confianza de sus ocasionales compañeros de viaje hasta tenerlos en descuido, momento que aprovechaba para desplumarlos y escabullirse con nocturnidad, desprecio de confianza, y extrema cautela. Al ser detenido, la policía le encontró en posesión de una acreditación de peregrino a nombre de Javier Cisneros.
— ¿Y…?
— Que a lo mejor se llamaba Javier Cisneros y era un peregrino verdadero; aunque, y sin detrimento de su fe derecha, inclinado hacia lo ajeno. Total, cuando llegas a Santiago te perdonan los pecados, así que, si lo piensas bien, es tontería no aprovechar el viaje. Yo podría sacarme un dinerillo…
— Ya te veía venir, ya. ¿Qué perra has cogido con lo de hacerta bandido. Tú tienes fiebre Suñén. ¡Venga a la cama!

Raquel había empezado a regañarle en la biblioteca, le ha seguido al dormitorio y no ha parado hasta verle debajo de las sábanas. Sale y deja la puerta entornada y, de pronto, «rechataplún, gouchanfufú, mau, fu, fufú». Pero no, no es el bueno y afrancesado de Lutosławski, sino Pangur, que salta y bufa y tropieza persiguiendo algo pequeño y borroso como si fuera la metáfora de un ser humano cualquiera y no un gato de campesina nobleza.

— ¡¿No será mi píxel?!
— ¡No! — se detiene en seco Pangur con una expresión entre la suficiencia y la culpabilidad. — No, no. Este es otro.

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