Se puede apreciar la decadencia y despreciar a los decadentes porque aquella sobrevive a estos, se gana un sitio en las aulas y, con suerte, un no poco frecuentado lugar en la curiosidad estética. Pero la política no sobrevive a los políticos (y prueba de ello es que estemos pidiendo a gritos una nueva), no hay forma alguna de ponerla a salvo de su ejercicio.
La política es entonces una práctica, no un privilegio ni un objeto ideal que pueda ser consultado, esgrimido o puesto en duda. La política es lo que hacemos como el destino es lo que nos pasa cuando dejamos de hacerla.
Lo que nos pasa, lamentablemente, no está presente en la política que sufrimos (ya sea entendida como múltiplo o como denominador común del haber de nuestros representantes). Toda ella es destino. Al menos a esa conclusión se llega escuchando lo que se nos quiere ahorrar o lo que suponen que merecemos cuando la verdad es que ni nos dan miedo unas terceras elecciones, ni nuestra meta es la estabilidad según el Ibex 35, ni las diferencias entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón nos importan un pimiento si no son más que la percha de una ociosa noticia.
Airear la discusión sobre si las cosas han de decirse de una manera o de otra, pero no decir «las cosas», es prestarse a un juego de ocultación que beneficiará a quien sea, pero disgusta profundamente a un servidor, que siempre fue más partidario de «le mot juste» que de «le mot aiguisé».
Por eso, y porque le consta que tanto Iglesias como Errejón son igualmente cuidadosos en su elección de palabras, sabe servidor que no es posible que el primero llamase «tibio» al segundo, como ha leído en alguna parte, y sí que dicho adjetivo, como es más que habitual, se colase en el periódico de marras por culpa de un error de percepción en algún punto del proceso. Una vez cierto diario publicó la noticia de la exposición en Madrid de un retrato del papa Inocencio Díez obra de Diego Velázquez. En esos años no era raro dictar los artículos por teléfono y, como es sabido, a más intermediarios, más ruido.
Pablo Iglesias, decía, no pudo haber usado la palabra «tibio» por dos motivos: el primero, que carece de la claridad con la que Iglesias se expresa habitualmente, es (de hecho) una rareza en el vocabulario del siglo XXI (su mala leche es más propia de Javier Fernández, siendo irónicos); el segundo, que basta con conocer de lejos a Errejón para advertir que puede parecer prudente, tímido, mesurado y hasta transparente, pero no tibio, nunca tibio. ¿Por qué entonces responde Errejón al calificativo? Pues porque se ha creído lo que ha leído, demostrando así lo que ya sabemos: que hace mucho tiempo que no convive con Pablo, y que su «pelea de papel» enmascara el hecho de que la salud de Podemos, hoy por hoy, está menos necesitada de politólogos que de mirmecólogos.
No es ni una cosa ni otra el que suscribe, pero sabe que si se ha de construir una mayoría debe hacerse, ahora, hoy, en torno al ejercicio (no sólo verbalización) de la repulsa de un estado de corrupción que amenaza con condenarnos a la decadencia más pintoresca y provinciana. Si esto sigue así, si seguimos hablando bajo los artículos del periódico en lugar de sacar adelante el trabajo de campo, respondiendo a preguntas en lugar de hacerlas, lo máximo a lo que podremos aspirar es a ser la leyenda negra de nuestros tataranietos. Eso con mucha suerte.
No disimula servidor que se siente más identificado con ciertas formas agresivas (por descarnadas) de transmitir las intenciones de la nueva política que con la diplomacia que, tan a menudo, lleva a la disolución de los opuestos en una ficción de entendimiento (y negociación) en la que todo equilibrio es cesión, decadencia. Tampoco oculta su municipalismo, que le hace desconfiar mucho de la verdadera pluralidad de un interlocutor que, bajo muchas siglas, representa a un poder que ha corrompido desde a las formas menos tolerables de la ultra derecha hasta a la izquierda más timorata. Ante ese interlocutor es mejor ser claro que transparente, ser firme.
A veces «le mot non-dit» es «le mot juste», sin embargo, y una palabra de menos demuestra mayor firmeza (mejor arrojo) que un no solicitado arranque de sinceridad. Lo dice servidor porque no deja de darle vueltas a otra frase leída en una entrevista a Iglesias: “Esto no es un debate de absolutos…. Si gobernásemos buscaríamos el compromiso y los consensos, y diríamos que se acabó el populismo, que nos fue útil para librar la batalla del discurso”. No, los medios deben usarse para transmitir mensajes a los lectores de los medios, ni a las bases ni al aparato. Y, aún así, ¿qué significa exactamente esa afirmación?, ¿que el populismo es un medio para alcanzar el poder y luego si te he visto no me acuerdo?
Si servidor ha entendido bien a Laclau (puede que no lo haya hecho, así que añadirá a su interpretación una cita textual), con independencia de que la construcción de la mayoría se logre encauzando la indignación de distintos colectivos, «una democracia que no aceptara ninguna forma de populismo tendría que ser una democracia en la cual todas las demandas fueran institucionalizadas de una manera absolutamente perfecta (lo que es un fenómeno impensable)». Si eso no forma parte del más allá de la batalla del discurso, si no es condición de consenso, compromiso «absoluto», entonces estaremos utilizando el poder como un derecho (ganado, otorgado, heredado o robado, da igual) y no como lo que es: una tarea común, transversal. Si tiene sentido llegar al poder, es para redistribuirlo, no para (por usar un término decadente) regentarlo.