Hace años, bromeando, le decía servidor a su amigo Alejandro Gándara que se proponía escribir un libro titulado «Cómo caerle mal a todo el mundo».
— «Cómo caerle mal a todo el mundo», por Juan Carlos Suñén. Me gusta.
— Suena bien, ¿verdad?
— Sí; pero sería más convincente si detrás de tu nombre añadieses «discípulo de Alejandro Gándara».
Dirán ustedes que no hay que hacer grandes esfuerzos para caer mal, que basta con no hacer grandes esfuerzos para caer bien. Pero esa es una forma pasiva de conseguir un sucedáneo, y servidor quiere hablar de activismo, de implicación, de compromiso y destino.
— ¿Hablo ahora?
— No, Pangur, no hablas hasta casi el final del artículo.
— «Artículo», dice.
Para caer mal como un verdadero artista, para justificar la escritura de un libro sobre el tema, es necesario poseer un objetivo didáctico, es decir: una incorruptible generosidad y un envidiable espíritu de sacrificio. O uno le cae mal a todo el mundo por su bien (de ellos), o se resigna a ser una de las muchísimas personas condenadas de antemano a esa antesala del Infierno que le reservaba Dante a los tibios.
Por contra, para caer bien es suficiente con ser oportunamente ambiguo, considerar cualquier imbecilidad evidente una cuestión de gustos u opiniones y decir palabras como «superinteresante» o «complejizar» (lo que demuestra un desparpajo muy neo-campechano). Ahora bien: ¿por qué alguien en sus cabales se dedicaría a caer bien sabiendo, como es sabido, que a la larga siempre es quien cae mal el que triunfa? Pues porque lo que persigue el que desea caer bien es una victoria rápida, generalmente anunciada como colectiva, previsiblemente oportuno-pactista y de una utilidad teórica contemplada únicamente para satisfacción de avioletados eruditos, atormentados tránsfugas y, en general, «cracks» de guardarropía y palmeros de saldo. Para caer bien, y esto es de suma importancia, hay que mostrar las cartas pero no el juego, lo cual sitúa al enemigo como sospechoso, pero al amigo como gancho en una lógica de prestidigitador que será todo lo conveniente que se pretenda, pero que sólo funciona en la corta distancia que va del asombro al olvido. Servidor agradecerá que sus lectores mediten esta última frase antes de solicitarle aclaraciones innecesariamente redundantes.
Caer mal, empero, es una cosa definitiva que implica una estrategia transparente, que no es lo mismo que una transparencia estratégica, y que exige la actividad constante de las tres Potencias sin más motor que el procurado por la más transversal de las Virtudes: la Fortaleza. Hay autores (Gándara entre ellos), que sostienen (no sin un punto de razón) que, siendo en todo caso necesaria, a veces la práctica de la mencionada fortaleza es condición suficiente para caer mal. Servidor observa, al respecto, que la matización «a veces» es tan inconsistente como el calificativo «transversal».
Pero no basta con ser culto, seguro y desconfiado. Con tales cualidades se condimenta cierto «ethos» común a distintos subgrupos críticos, a lo sumo, pero no se cae necesariamente mal. El lenguaje corporal es importantísimo si de verdad uno desea vivir esa resistencia como coreografía y no como combate, es decir: sacrificar en beneficio ajeno la posibilidad de ser mediocre, sí, pero con arte. Don Juan Benet, un hombre que supo caer mal como nadie (y a la sazón maestro de Alejandro Gándara) usaba un método que, si bien no aconseja servidor utilizar sin la suficiente autoridad, resulta ejemplificador a la par que sencillo: entrar en todas las fiestas (¿quién contaba esto?, ¿Antonio Martínez Sarrión, Manuel Rodríguez Rivero?) con cara de venir de otra mucho más divertida. Puede que les parezca paradójico, pero para caer mal, hay que respetar a los clásicos. No se cae mal de la nada.
El tema, naturalmente, no se agota aquí. Para caer mal de manera correcta, ética (por usar una palabra de moda), hay que saber que ganar cayendo bien es postergar innecesariamente una derrota grabada a fuego en la tradición revolucionaria.
— ¿Puedo hablar?
— Si quieres.
— Eres un cínico, estimado Suñén; pero no es eso lo que quería decirte, sino que me he quedado sin pienso en el cacillo.
Para decirme eso no necesitabas esperar tanto, Pangur.
— Es que ha sido ahora mismo, mientras hablabas solo.