El viernes, durante el viaje a Magaz de Abajo, me enteré por la radio de que el leonés Zapatero va a levantar el país y de que la haltera Lidia Valentín, natural de Camponaraya (como quien dice aquí al lado) va a ir a los Juegos Olímpicos a levantar lo que le dejen, que será lo que sea, pero será un triunfo. Se nos da bien en este país castellano-leonés (metáfora ancestral de la España subsidiaria) levantar cosas, no importa lo que pesen. En Zamora, sin ir más lejos, alguien ha levantado las tapas de las alcantarillas de un barrio entero (como se lo cuento) y se las ha llevado dejando la calle llena de agujeros que el alcalde no sabe cómo tapar. Y en Ponferrada acaban de levantar la agrupación socialista, así, como el que no quiere la cosa. La han levantado y la han disuelto dejando al bueno del portavoz haciendo de portavoz de la nada, como si fuese madrileño. También han levantado casas, cientos, miles de casas que ahora no quiere nadie y que acabaremos pagando todos antes de que el viento se levante para llevárselas como a castillos de naipes. Servidor, por su parte, y sin que ello tenga relación alguna con lo referido hasta ahora (salvo porque a ratos se siente también un poco portavoz de la nada), se ha levantado ya un cuarto de «Blanton’s Special Reserve», que es el mejor Bourbon de Kentucky de todo Kentucky. Por lo mismo, servidor se siente ahora como el Barón de Münchhausen cuando se levantaba en el aire tirando de la lengüeta de sus zapatos (servidor se ha cortado la coleta, por si no lo sabían). Por eso y porque el fin de semana nos ha reportado algunos pequeños placeres (hemos probado las primeras fresas del huertito, y hemos visto a Pangur aprender a entrar y salir él solo en vez de salir a la carrera y volver en brazos) y porque hemos visto una película deliciosa, poética, directa, inteligente, valiente, sincera, discutible y dramática: Persépolis, la historia autobiográfica de la iraní Marjane Satrapi que, además de ser la autora de las novelas gráficas en las que el guión se sustenta, es coguionista y codirectora junto al francés Vicent Paronnaud. Hemos hecho otras cosas, no crean: plantar saúcos al final de la huerta (aquí lo llaman «Sabugueiro», y también «árbol de las brujas» porque las ahuyenta), alegrarnos por el pequeño acebo bonsái que ha prendido en su maceta enorme (me propongo que la comparta con una encina y un madroño) y goza de buena salud, limpiar el campo, vigilar cada uno de los frutales, descubrir al causante de cada dentellada de cada hoja, acariciar los racimos del emparrado, prietos y diminutos como acericos listos para hilvanar el verano, y leer, leer bajo el sol de la tarde…
– ¿La Arquitectura de Vitruvio? ¿A eso le llamas tú leer?
– ¿Y tú que has hecho, ojos lilas? ¿A ver…?
– Correr y cazar avispas, ojos azules. También mordisquear algo de hierba… leer a Ruiz Zafón y dormir a mi pesar escuchando a Mahler, que menuda manía te ha entrado con los austriacos.
– ¿No te gusta?
– ¿Mahler? Me parece el Freud de la música sinfónica. Prefiero a Chikilicuatre.
– ¿A que me levanto?
Casi no he terminado de decirlo y ya no está. Es impresionante la capacidad que tiene para desaparecer de mi vista.
– ¿Qué le has hecho al gato?, pregunta Raquel subiendo las escaleras.
– ¿Yo? Es él el que no para de provocarme.
No sólo se levantan pesas, pisos, faldas, tapas de alcantarilla o alegres vidrios rebosantes de vida (y alguna mano impertinente, algún que otro falso testimonio, alguna ampolla inocua y menos liebres de las que se dice) por estos pagos. También, a veces, se levanta el viento (ya lo he dicho) y amenaza con arrastrar hechos y haciendas al aire de sucarrera . Ahora sopla con furia, pero es sólo el último bostezo de una naturaleza que se dispone al descanso. Raquel cierra un par de ventanas y me mira con un gesto entre tierno y fatigado. Le ofrezco un vaso de Blanton’s que acepta sonriente. Bebemos despacio, mirando las amapolas del cuadro de Lupiáñez sin decir palabra. Podríamos estar así mucho tiempo, incluso todo el tiempo, y mañana reanudar nuestras ocupaciones como lo han venido haciendo los vecinos de esta tierra cada alborada de sus arduos días sin atender a otras voces que las que da la corneja. Pero dentro de un rato empezará otra semana, y hay que dormir un poco antes de disponerse a levantar el campamento sin pensárselo mucho, como buenos nómadas, ni por deporte como Lidia, ni por decir algo como Zapatero, por disciplina emocional. De los empresarios que levantan triunfos como el que levanta la alfombra para barrer debajo la basura de siempre, mejor ni les hablo.