Ya empezamos a ahogarnos en un vaso de agua. Otra vez. La Minnesota Planetarium Society reclama el estatus de signo zodiacal para Ofiuco y se hace eco hasta Buenafuente. Como si fuera noticia y no la cosa vieja, viejísima que es la llamada precesión de los equinoccios: un lentísimo cambio gradual en la orientación del eje de rotación de la Tierra que hace que, a día de hoy, ni uno solo de los signos con los que nos identificamos estuviese realmente presidiendo el parto de la madre del futuro lector de horóscopos que todos fuimos; por eso los astrólogos utilizan también el llamado signo «ascendente», que sería el que sí estaba ahí en el momento de nacer cada uno de sus posibles incautos clientes. De manera que lo que cambiaría sería el sistema de ascendentes, y no el zodiacal. No es la primera vez que pasa. La Minnesota Planetarium Society tose y un montón de periodistas desocupados se ponen a hacerse cruces porque las redes sociales se han puesto a discutir sobre la pertinencia o no de un treceavo. Pero sigo a lo mío.
El mitraísmo, esa religión mistérica que, mayoritaria entre las tropas romanas, tanto influyó en el triunfo del cristianismo (menos científico, al fin y al cabo), predicaba un secreto basado precisamente en la precesión equinoccial: tauro ya no anunciaba el equinoccio de primavera (que los argentinos llaman «de verano»), prodigio que se atribuyó a Mitra, un dios con barretina al que por algo se suele representar desangrando a un toro (la tauroctonía, una representación con gran carga simbólica que hará las delicias de Iker Jiménez si no exigiese cierta cantidad de estudio); aunque el descubrimiento, proeza científica donde las haya, se lo debemos de agradecer a Hiparco de Nicea (nacido hacia 190 a. C. y muerto alrededor de 120 a. C.)
Ya pasó antes, decía, y en absoluto de repente, aunque parezca haber pillado por sorpresa en Minnesota, y salvedad hecha de la desaparición de las religiones politeístas, la caída del imperio Romano, el advenimiento de la edad oscura y otras zarandajas en absoluto achacables a tan imparable proceso no pasó cosa digna de mayor susto. Al menos no afectó a las doce divisiones, pues estas no son, ni fueron nunca sino una convención: fracciones de 30º en la eclíptica a las que, en su día, los babilonios decidieron señalar con los nombres de las constelaciones más llamativas de cada una.
– O sea que ahora vas a ser Libra…
– No te enteras de nada, Pangur. Pero te diré una cosa, gato listo, y no me extiendo más, que es tarde:
«Hace 2000 años, las constelaciones del zodiaco griego eran 11, aunque con matices, y en el momento del equinoccio de otoño, el Sol se encontraba en la constelación de las Pinzas del Escorpión. Los romanos dividieron esta constelación doble en dos, para no liarse, y las pinzas se convirtieron en Libra. Así es: Libra, la balanza, era parte de la gran constelación de Scorpio (¡las pinzas, precisamente!, ¿o nunca has advertido que este escorpión zodiacal no tiene pinzas?). Si no me crees averigua que significan los nombres Zubenelgenubi y Zubeneschamali que es como se llaman las dos estrellas más brillantes de Libra.»
– O sea que te da igual.
– Igual.
– Pues yo quiero ser Ofiuco, queda muy gatuno.
– Tú eres Virgo, Pangur.
– Ah! ¿Pero uno no puede elegir el signo que le de la gana?