Fuera sopla un viento endiablado, excesivo; aunque a estas horas, frente al televisor, en la bodeguita, suena como la banda sonora natural de una privacidad cálida y segura. En la chimenea arde algo de leña. Un fuego innecesario en realidad, pero que la noche reclamaba como el niño agotado en su cama reclama un cuento que el sueño no le dejará escuchar.
– ¿De qué hablan?
Raquel pregunta por la televisión, a la que tampoco hacía servidor mucho caso. Es uno de esos programas de debate como hay tantos, aunque en éste el tiempo va medido al minuto y a nadie se le permite exceder su turno. Los contertulios representan las diferentes posiciones «sociales», o «políticas», que el tema en liza ha suscitado en la opinión pública. Ahora hablan del Papa: se le ha calentado la boca durante una conferencia en la Universidad de Ratisbona y por lo visto debería pedirle disculpas al Islam. Uno de los invitados (una mujer vestida de verde) dice:
– No puede pedir disculpas porque es infalible.
Raquel y un servidor han dado un respingo esperando que alguno de los otros contertulios corrigiese a la errada. Pero en vez de eso, alguien respondió que eso era «dogma de fe» y que competía únicamente a los cristianos…
Otro respingo.
– ¿Son periodistas?
– Expertos, como todos los que salen por la tele.
– ¿Como los que hacen los anuncios?, pregunta Raquel paladeando su whisky.
– Mucho más, querida, responde servidor siguiéndole la broma y dando uno al suyo de la manera más británica posible.
La infalibilidad del Papa es dogma de fe, ciertamente. Lo dice así el Concilio Vaticano I:
Pero en su famosa conferencia el Papa no hablaba ‘ex cathedra’. Muy pocos papas lo han hecho.
Para que las palabras de un Papa sean tenidas por expresión de su infalibilidad se necesitan unas cuantas condiciones. La primera que el Papa hable no como maestro privado (lo que era prácticamente el caso) o como obispo de la diócesis de Roma sino en su calidad de pastor y maestro universal de la Iglesia (circunstancia que se da, si es que se da, en muy contadas ocasiones a lo largo de la vida de un Papa). La segunda que sus palabras “impongan” una doctrina a TODA la Iglesia. La tercera que lo haga de modo preciso e irrevocable, advirtiendo que todo rechazo significará herejía. La cuarta que su intención de definir sea clara y manifiesta sin dejar lugar a dudas. Pero, además (y quinta), debe utilizar la expresión «ex cathedra loquens«, que, por cierto, es lo que implícitamente hacían sin parar el representante de la Cope (un botarate incapaz de reflexión alguna que acusó a todos de insultarle) y alguno más cuyo nombre tampoco recuerda un servidor. Mientras el Papa no cumpla estas condiciones, puede meter la pata tantas veces como su propia autocrítica se lo permita antes de dimitir, que es cosa que no le está prohibida, en absoluto. Pero ese es otro asunto.
— Sigues pensando que fue un «desliz» calculado.
— Sí: una forma de advertir al mundo que aunque Dios no quiera jugar a los dados él sí quiere jugar al ajedrez, y sabe hacerlo. Tampoco sería raro que termine pidiendo disculpas.
— Matizadas.
— Naturalmente.
— Nos vamos a dormir, dice Raquel en un tono que tiene más de advertencia que de sugerencia.
— Dogma de fe, admite servidor echándose otro trago antes de desperezarse lo más británicamente posible.
Mientras subimos al dormitorio, el viento (ex cathedra loquens) impone su doctrina, que los árboles acatan entre murmullos con una fervorosa genuflexión de hojas secas.