El Señor hizo caer la desgracia sobre los lamanitas, que habían endurecido contra él sus corazones, tornándolos de hermosos, blancos y deleitables en repugnantes indígenas de piel oscura que pondrían a prueba la fe de su pueblo de modo que sólo los mejores y más rectos creyentes, tras ser juzgados por Elohim, Jesús y Smith (el autor del libro que, perdón, cito de memoria) se convertirían en dioses y podrían gobernar como tales, junto a sus innumerables esposas, alguno de los infinitos planetas que, según parece, aún vagan por el universo a la espera de ser evangelizados.
No puedo extenderme más en tan apasionante historia, pues terminaría parafraseando íntegramente El libro del Mormón, junto a otros de un autor, Joseph Smith, que aunque no es venerado como dios por sus seguidores, sí es respetado como el profeta que restituyó el cristianismo auténtico y el hombre que, tras Jesucristo, más ha hecho por los habitantes de nuestro pequeño mundo por un importante número de personas decentes en nuestro pequeño mundo. Mis lectores, seguramente no mormones en su totalidad, pensarán que esta creencia, muy alejada del monoteísmo oficial del reino, y que considera israelitas a los indios americanos, a los dioses descendientes de los humanos y a Lucifer hermano de Jesucristo, es un poco disparatada. Y ese, ese precisamente es el meollo del asunto; porque una doctrina como la de los Mormones es tan creíble y tiene tantos visos de realidad como cualquier otra. Lo que la convierte en una religión tan profundamente respetable y potencialmente peligrosa como cualquier otra.
Cuando al mormón Mitt Romney, actual favorito entre los republicanos que compiten por la presidencia de América de Arriba (y cuyas posibilidades equiparan las últimas encuestas con las de el propio Barack Obama) le preguntan si su religión podría ser un problema se limita a responder:
— ¿Le molestaría que un arquitecto mormón construyera su casa?, ¿que le operase un médico mormón?
Evidentemente no. Nunca le preguntamos a un profesional por sus creencias religiosas entre otras cosas porque, si de verdad lo es, tampoco él considerará pertinente informarnos sobre ellas. Otra cosa sería que Mitt Romney, llegado el caso, se empeñase en hacer del Libro del Mormón lectura obligatoria o despenalizase la poligamia pero no la poliandria (los mormones abandonaron la costumbre de tomar más de una esposa hace mucho, pero es sabido que lo hicieron con la boca pequeña).
Naturalmente, a un servidor le importa francamente poco si su alcalde cree en la reencarnación o en los ovnis o en una síntesis de ambas cosas siempre que tales ideas no le sean restregadas a un servidor, y menos aún impuestas, y siempre que un servidor no se encuentre señalado o represaliado por desconfiar seriamente de su veracidad. Por descontado, servidor exigiría de inmediato la dimisión de su alcalde si este dedicase un sólo céntimo del presupuesto público a la meditación trascendental o al avistamiento de tulipas pop en las claras noches bercianas, por pocas y excéntricas que sean unas y otras.
— Pero que salga en procesión sí se lo toleras, me pincha Pangur.
— Pues mira, la verdad es que tampoco me hace ninguna gracia, pero ninguna gracia. ¿Los gatos tenéis dios?
— A lo mejor sí, pero como tenemos siete vidas, cuidamos unos de los otros y somos brillantemente autosuficientes no pensamos nunca en eso.
— Ya.
Pero no me he internado en tan espesas cuestiones para acabar discutiendo con un felino sobre la cuadratura del círculo, sino para manifestar mi perplejidad al contemplar el crucifijo sobre la mesa presidencial del Parlament en la sesión constitutiva de las Corts valencianas mientras la policía, en la calle, cargaba contra nuestros muchachos (por cierto, ¿por qué nunca sale nadie a hablar con ellos?).
Juan Cotino juró su cargo sobre una Biblia y una Constitución, quedando el crucifijo como testimonio y demostración de que no ha leído ninguno de esos libros o sabría, además de otras cosas, que en España los gobiernos han de ser laicos — art. 16.3– y que hay que darle al César lo que es del César –Mt 22, 15-21.
Como el espectáculo (convite incluido y tasado en, para decirlo popularmente, tres millones de pesetas) ha sido en su conjunto un ejemplo de arrogancia de clase, podría aprovechar y advertir de lo que se nos está viniendo encima. Imagínense la escena: en el interior los políticos juran su cargo ante un crucifijo y lo celebran con jamón del caro mientras en la calle la policía golpea a la juventud indígena y pancista, digo indignada y pacífica. Pero no lo haré, sino que me limitaré a señalar la necesidad de que los políticos –y más ahora que sabemos por Stephen Hopkins que su poder no proviene de dios alguno y que los extraterrestres pueden ser hostiles– dejen de manifestar nada que tenga que ver con sus creencias religiosas (tan respetables como irrelevantes, tan esotéricas como alegóricas, tan sagradas como infantiles en según qué circunstancias) y limiten sus crucifijos, estrellas, lunas o lo que sea a la burbuja privada para dedicarse, en cuerpo y alma, y entendiendo de una vez que la pluralidad de ideas no exime al estado de su carácter escrupulosamente aconfesional, a dar ejemplo de honestidad, trabajo y eficacia, por lo menos.