A lo largo de su dilatada y felizmente aún prometedora existencia a servidor le han perturbado los ladrones en más de una ocasión, como por desgracia es lógico. Y al carecer de bienes terrenales de venta fácil (automóviles de lujo, televisores LED 3D de diseño flotante, cajas fuertes y en general objetos lo suficientemente caros y vulgares como para llamar la atención de los cacos), no son los habituales asaltadores de domicilios los que le visitan, sino otros menos aparatosos y mucho más difíciles de apresar.
Decía servidor que ha sufrido sustracciones de diverso pelaje y pedigrí. Por empezar a lo grande: siendo muy joven, le robaron la revolución; aunque no como ahora a los árabes. Lo de la revolución de servidor fue un trabajo de carterista fino, no de matón del esquina. Y, años después, algún desalmado le privó de Los nombres de las estrellas, de Edmund J. Webb, uno de esos libros que, con independencia de lo acertado de su tesis, conduce a su lector hacia puntos de vista tan sólo comparables al que el puesto de cinco caras (a la venta en los mejores establecimientos del ramo) pone a disposición del cazador de torcaces; una obrita, en fin, que le ha costado tanto a un servidor recuperar que no ha vuelto a tenerla en sus estanterías hasta hace unos días (gracias a los buenos oficios de cierto tocayo del que quizás se les hable en futuras páginas). Pero ahí no para la cosa.
Hace un semestre escaso servidor se encontró con la sorpresa de que su ejemplar de 100.000.000.000.000 de poemas (Cent mille milliards de poèmes), de Raymond Queneau, desaparecido hacía tiempo, se encontraba a buen recaudo en casa de cierto conocido que, al verse descubierto, procedió a devolvérselo de inmediato; aunque no sin hacer antes un último y candoroso intento:
— ¿Y si me lo dejas un par de días y lo fotocopio?
Servidor, por último (y ahorrándoles el relato de un sinnúmero de casos con el que acabaría por aburrirles), no olvidará nunca el día en que descubrió que el positrón que guardaba como oro en paño en su nevera no frost no estaba ya en su sitio entre los bombones Godiva y el caviar de Riofrío. Comprenderán que al ser uno de los pocos descubrimientos útiles de la física contemporánea, la partícula en cuestión tenía para un servidor un valor sentimental casi equiparable al del pan de pasas que le entregó su progenitor en el lecho de muerte y que, con sólo haber escarbado un poco más entre la niebla, podía también haberse llevado el selectivo asaltante; lo que no hizo (y es que, entre la gran cantidad de ladrones que uno puede imaginar, nunca hay ladrones de traumas).
Si dividimos al género humano en jactanciosos y quejicas convendremos de inmediato en que a la policía no le gustan nada estos últimos, y menos si se presentan cada dos por tres ante el oficial de turno para denunciar que han perdido el positrón o Los nombres de las estrellas o Cien billones de poemas. En este mundo se tolera a los ladrones como a los borrachos (lo que guarda cierta coherencia poética, es obvio) por la sencilla razón de que nuestros padres, los maestros griegos eran en sus orígenes unos borrachos ladrones (y jactanciosos). De acuerdo que inventaron la mente, la filosofía, la democracia, el teatro griego, la geometría, los signos de puntuación, el motor de vapor, la cúpula y el mecanismo de Antiquitera (todas ellas, y sirva para lo que sirva esa última, cosas por las que les estaremos eternamente agradecidos), pero también es verdad que alardeaban de su ascendencia pirata y de haber conseguido su fortuna a golpe de maza en cuanto les invitabas a un par de tragos. Contaban buenas historias, sí, pero los zapatos se los copiaron a los egipcios, que conste. Y cortaron el nudo gordiano, incapaces de deshacerlo, condenándonos al abuso de la simplicidad que tantos disgustos nos está dando.
Por eso a servidor no deja de extrañarle la manifestación esa que le han organizado al pobre Cayetano Martínez de Irujo por decir lo que ha dicho estando perfectamente sobrio. Su mente de Conde de Salvatierra (pronúnciese «saltador de obstáculos») no puede evitar los ecos de un pasado eficientemente humano. Y además, ¡qué narices!, no todos los ladrones son iguales y, en consecuencia, no todos los seres humanos somos iguales. Lo de Urdangarin (pronúnciese «Urdangarin») es una maniobra de ilusionismo derivado, se mire como se mire, y lo de la Gürtel (pronúnciese «Gurtel») es a todas luces un trabajo de advenedizos. Los verdaderos piratas, los especialistas, se reconocen enseguida, se conocen desde hace doce mil años, por lo menos, unos a otros y nunca salen en los papeles, y nunca le visitan a uno personalmente, nunca. Su habilidad consiste en que no sabes lo que te han robado hasta que empiezas a pagar intereses o a perder territorio, o poder adquisitivo o del otro y descubres, o vagamente intuyes, que además eres tú quien les ha facilitado las cosas. Y ya no va servidor a hablar más, porque está demostrado que empiezas denunciando un abuso y terminas viendo ovnis detrás del cometa Esenin, creyendo que en la luna veranean los marcianos o desconfiando del gato, pero, por si acaso, no deja de vigilar desde su recién adquirido puesto de cinco caras, postes de hierro ligero y cremallera, el ceñudo exterior.
— Con la ayuda del gato.
— Inestimable.