No hay forma de saber cuál es el valor de la verdad para alguien acostumbrado a que eso (la verdad, su sustancia) se imponga desde el poder. Es la nueva paradoja, que parece venir de serie con el flamante paradigma de la derrota inevitable y resolverse en un argumento perverso del tipo «el sentido común soy yo porque tengo la mayoría». La mayoría, que sólo está legitimada para hablar (según parece) a través del partido al que ha votado, no ha hecho cesión tan sólo de su poder, sino también de su sentido común y, al expresarse (a través de su autoritaria materialización) lo hace con la verdad absoluta y silenciando al resto (incluida ella misma). Vista así, la democracia deja de ser una vía racional, civilizada, para el ejercicio proporcionado de la gestión común y se convierte, lamentablemente, en un mecanismo irracional de desactivación de ideas, en patente de corso. ¿Para qué necesitamos pensar si tenemos la mayoría?, ¿la tienen? La tienen secuestrada, de eso no cabe duda, ya que so pretexto de representarla la han dejado sin poder y sin verdad, al menos sin otra verdad que la oficial: el poder ya no es suyo sino de quienes sus omnipotentes representantes decidan.
La verdad (sin dueño) es que la culpa es mostrenca y que, dale que dale, desde distintas direcciones y épocas, con independencia del partido que nos gobierne, se empecina en recordarnos que hemos de pagar un pecado original que no cometimos. Son los peligros de la antonomasia, hoy elevada a rango de ciencia inflexible en virtud de la cual hemos de responsabilizarnos de la deuda ocasionada por el uso delictivo (especialmente bancario) de la liberalidad del sistema. Parece ser que el dinero confió demasiado en su propia honorabilidad y que los ciudadanos creímos en exceso en quienes nos lo vendían bajo promesa de un futuro lo suficientemente estable como para permitirnos el gasto. Hasta ahí la verdad: Adán pecó, pero pagamos todos. Servidor se entretendría sin miedo en discutir tal verdad arbitraria, impuesta, si ese fuese el problema. Pero el problema es la metalógica.
— Me lo has quitado de la boca, interrumpe el de siempre.
Al contrario de lo que pretende el impertinente gato de un servidor, la metalógica no es una palabra pseudoculta para escurrir el bulto ante un análisis poco fácil, sino una forma de llamar a eso tan castizo que consiste en usar una vara de medir distinta según los casos. Este gobierno es metalógico porque usa un doble lenguaje, de modo que cuando dice que va a decir la verdad, quiere decir que no va a tolerar discrepancias a la hora de disimular su intención de favorecer a unos votantes que ya no son los que fueron sino los pocos que están. El hecho de que de los votantes que fueron estén ahora sólo los más ricos es culpa de la prensa que todo lo ensucia, de los antisistema y de los actores que no pagan a hacienda. Que la diferencia entre la derecha y la izquierda se haya concentrado en un obsceno reparto de culpas no es asunto de un servidor; apunta directamente a la estupidez de los políticos.
— Hay otra posibilidad…
— Tú dirás.
— No, perdona; era una tontería. Sigue.
Hace unos días pasó por casa el primo Rafael (a quien por cierto no le gusta que servidor se haga llamar servidor ni que los gatos hablen, porque es hombre pragmático e intelectualmente sólido, al contrario que un servidor que es un personaje de ficción) y no dejó de dedicarle pestes al gobierno a pesar de su declarada filiación conservadora. No es el único: también el mes pasado, en Madrid, otro amigo presuntamente de derechas se mostraba favorable a echar el freno, repensarlo todo y no seguir con el invento hasta tener claritas unas cuantas cosas. La derecha española, la civilizada (a la que, sin abundar en las diferencias, pertenecen el primo y el amigo) se forjó en la república, en la democracia y (eso sí) en un anticomunismo que el tiempo se ha ocupado de bendecir. Pero esta derecha de ahora no es esa, de esa le queda el nombre y un anticomunismo rancio y, como el demonio de los cristianos, definido en consejas anacrónicas para que los niños no acaben desheredados: «si no ganan los buenos vendrá Stalin y se os comerá».
— ¿A los niños? ¡Bien!
— Y a los gatos.
— ¿A los gatos, a los gatos por qué? Los gatos no tomamos partido.
— Por eso.
No hace falta recurrir a los problemas del partido que lo sustenta, ni al origen cristiano de su concepción de la responsabilidad, ni ser un genio, para advertir que este gobierno está siendo derrocado por la propia naturaleza de sus convicciones. No se puede repicar y andar en la procesión. Como no se puede decir la verdad sin cuestionar la propia razón; porque la razón política consiste en cuidar de los ciudadanos, no en convencerlos de que deben sacrificarse hasta la santidad para que la teoría cuadre o para que los de siempre no corran riesgos y el demonio no venza. No se puede explicar al creyente que algunos están libres del pecado original sin desmentir el concepto. Por eso, entre otras cosas, en este momento es simplemente imposible hacer política sin replantearse muy seriamente un sistema que no es capaz de restringir las ganancias de una élite para evitar que un niño trabaje o que un enfermo muera. Pretender que el sistema ha ganado las elecciones y que eso justifica su arbitrariedad es, desde todos los puntos de vista, un disparate.
— ¿Esa es la verdad?
— La verdad es que la luna está cada vez más lejos. Lo demás, ideología.